Gritas cuando levantas los ojos. En ese único gesto, se tambalea todo tu mundo. Y el mío. Quedamos pendidos de una mirada. No dirás más, porque luego te derrumbarás entre las palabras escritas. Y yo levantaré los ojos con la misma fuerza, porque lo piensas: soy —mantienes la mirada y la sonrisa— el silencio de tu poesía.
¿Te atreves a soñar?
miércoles, 21 de noviembre de 2018
sábado, 29 de septiembre de 2018
Caerse en ti
Echo de menos tu sonrisa, porque cuando sonríes, el mundo baila. El ritmo lo contagia tu boca abierta, tu nariz arrugada y unos ojos muy vivos.
Chisporrotean con la gravedad de un agujero negro y me caigo dentro.
Caerse en tus ojos es dar vueltas en lo profundo y en lo desconocido, en el arte, en los versos, en un segundo tan largo como una hora después de ti.
miércoles, 30 de mayo de 2018
Mientras llueve
Las hojas del árbol apenas sostenían las gotas más gruesas.
—Me gusta cuando llueve —dijiste.
Tenías la mirada apacible y te atreviste a tomarme de la mano. Alrededor nos observaban con tanta discreción que nadie habría reconocido que tenía en alza la antena.
—Este lugar es espiritual. No se miran tanto el ombligo como lo hacemos nosotros.
Te di la razón.
Acabábamos de cruzar un puente que zigzagueaba para que no lo atravesasen los fantasmas.
domingo, 20 de mayo de 2018
Karaoke
Había tres cabinas transparentes. La primera la ocupaba una chica que se ataba los zapatos. Las otras dos, jóvenes atentos a una pantalla.
Los descubrimos, solo era evidente en diagonal, con un micrófono en la mano y los auriculares dictandole las notas de una canción de pop china.
Y aunque sus espaldas no dejaban de ser escaparate para los transeúntes, habían logrado desaparecer por unos minutos del laberíntico metro en hora punta.
miércoles, 9 de mayo de 2018
Calcetines rojos
Cuando se llevaba la galleta a la boca, parecía que la galleta se lo fuese a comer. Pero entonces el niño la sacudía para mostrar su inconformidad y dejaba de ser monstruosa.
Hacía dos horas que el viaje se le hacía pesado, de modo que había tomado la resolución de pasearse con sus calcetines rojos por el vagón, mirando fijamente a los pasajeros.
Ante las carantoñas, sacaba la lengua -por favor, es que no era ningún bebé-, pero si alguien no le sostenía la mirada, entonces entrecerraba los ojos y profería una ristra de insultos en la cara del desdichado. Su preferido era "que te lleven los demonios", porque se lo había escuchado en la calle a un viejo que parecía un pirata.
—¿Quieres dejar de molestar a la gente?
Su madre le tiró del brazo en tres ocasiones. Ni una más, porque el marido le recomendó la ignorancia.
El niño regresó al asiento.
—¿Queda mucho?
No hubo respuesta. Golpeó la mesilla que mediaba con su padre.
—En serio, papi, ¿queda mucho o no?
El hombre le miró por encima del libro y dijo que no.
—¿Cuánto falta? Papá, que cuánto falta.
Dos horas.
¿Ves? ¡Todavía! El crío se cruzó de brazos con los mofletes rojos y refunfuñó que, como siempre, volvía a tener razón, que si se hubieran teletransportado, ya estarían en casa de los abuelos.
miércoles, 2 de mayo de 2018
Un instante prolongado
Fue
un instante prolongado y un cúmulo de casualidades. Él volvía de la librería,
donde le habían dicho que la novela que buscaba, una sobre los diversos caminos
del destino, estaba agotada; mientras que ella acababa de tomar un café y
enfilaba la calle de vuelta al trabajo.
Podrían
haberse cruzado otras personas, pero fueron ellos quienes confluyeron en tiempo
y lugar. Levantaron la cabeza casi al unísono, sonrieron tímidamente. No
dejaron de mirarse a los ojos —es que rara vez los
sueños se repiten— hasta que se dieron la espalda. Luego retomaron la
rutina.
lunes, 2 de abril de 2018
Sin apagar la luz
El
vacío era abrumador. Entré sobrecogido en la habitación, pero ni siquiera
quedaba la lamparita bajo la que leía a los grandes, porque “yo no leo
cualquier cosa, a mí no me des un libro de esos que tiene todo el mundo”. Mira
que era cabezota. “¿Acaso Jane Eyre no lo fue?”. Sacudía la mano para quitarle
importancia. Tenía la costumbre de vivir leyendo: ordenaba el cuarto leyendo,
cocinaba leyendo, paseaba leyendo; y eso fue lo que me atrapó.
Poco
después de casarnos me di cuenta de que o aprendía su lenguaje, o estábamos
condenados a un matrimonio infeliz. Vamos, era de cajón, porque ella solo
hablaba de literatura y yo solo lo hacía del tiempo, o de lo caro que se había
puesto el café, o de lo lento que crecían los limones… O, yo qué sé, de la
pobre señora que había perdido al marido y al hijo. Pero a ella esas cosas no
le interesaban para una conversación. No es que lo hubiera dicho, es que
exhibía esa media sonrisa complaciente que me hacía sentir vulgar.
“¿Lo
tienes todo?”, mi hijo me puso la mano en la espalda. Lo cierto es que ya no
tenía nada. En aquel dormitorio no quedaban ecos. Caminé con pequeños pasos
hasta la cocina y agarré la chaqueta negra. La gorra a la cabeza, el pañuelo en
el bolsillo. “¿Nos dará tiempo a atravesar la frontera?”, preguntó mi otro
hijo, el de los hoyuelos de su madre. Nos marchamos sin cerrar las persianas,
sin apagar la luz del salón. Atrás
quedaban los libros, todos sus libros; quizá con ellos, que no eran cualquier
cosa, tendrían más compasión.
También publicado en el Correo de Andalucía
lunes, 19 de febrero de 2018
Un águila blanca
Una vez fui águila. Sucedió una sola vez, pero ese instante valió para siempre.
El sol rompía las nubes y el valle parecía un tablero de ajedrez. A más de mil metros de altura, dejó de existir la muerte.
Trepé las almenas y el viento impactó frío y ensordecedor. Tenía la piel en llamas.
No sé si agité los brazos o me arrastró el vendaval, pero de pronto el castillo quedó lejos. Me bebí el aire, lo tragué tan rápido que olvidé respirar. Pensé que se me dormirían las extremidades si seguía ascendiendo, pero, al volver el rostro, encontré plumas blancas donde estaban mis dedos.
martes, 16 de enero de 2018
De tu mano
La sala estaba atestada, pero no te importó atravesarla hasta donde me encontraba. Reconozco que no te esperaba, que no te habría imaginado en aquel circo.
—Hola.
—Hola.
Miraste tu mano derecha y, al seguir la mirada, descubrí que tenías enganchada a una niña. No hizo falta que le pusieras palabras; como mejor te comunicabas era con los ojos.
—Es preciosa —dije, con la extraña sensación de que nada de aquello estaba sucediendo.
—Es preciosa —dije, con la extraña sensación de que nada de aquello estaba sucediendo.
—Es preciosa —repetiste.
jueves, 11 de enero de 2018
Tenía
Tenía dos ojos y una nariz, una boca redondeada y una melena leónida, como decía su abuela. Tenía más de cien canicas, aunque nadie le había enseñado a usarlas, y un cojín al que se abrazaba todas las noches. Tenía también unos padres cariñosos y cuatro hermanos traviesos. Y pese a todo lo que tenía, sentía que le faltaban muchas cosas, las repasaba de carrerilla: un monopatín, un vestido rojo de fiesta, un maletín lleno de billetes, un castillo y una escalera a la luna.
—Tienes cosas más importantes —le decía su mejor amigo.
Él no tenía hermanos, ni una melena leónida, ni salud. Pero la tenía a ella y sus ojos, su boca, su pelo. Tenía un corazón que se volvía loco cuando sonreía y eso era como tenerlo todo por unos instantes, como tener el mundo entero, la galaxia, la luz.
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