Asía con firmeza las
cuerdas del columpio. Quizá pensaba que el viento, tan suave que apenas movía
las briznas de hierba, podría despertar de pronto y empujarla hacia el cielo.
Esperaba inmóvil, con los músculos tensos y la mirada perdida. Tenía la
expresión del que está sin estar. Le había conmovido la conversación de sus
padres en el desayuno.
Una mariposa se detuvo
en su regazo, poco después echó a volar convencida de que la niña no le
prestaría atención. Ni siquiera esquivó el pájaro que le rozó el pelo.
Papá se iría lejos cuando
acabase el verano. Con Guillermo y Rafael, que hacía poco habían cumplido la
mayoría de edad. La patria agonizaba y el honor les impedía continuar
escondidos por más tiempo.
La niña lloraba sin
saberlo. La luz resplandecía en el filo de sus lágrimas. Papá y los chicos se
irían con el próximo amanecer, vestidos de uniforme, dispuestos a defender una
guerra que estaba perdida.
Le resonaban los gritos
de dolor de su madre, partida en mitad de la cocina, abrazando el suelo como si
en algún momento fuera a desaparecer. Su marido, con el rostro tan serio que parecía
de piedra, era incapaz de consolarla. Los brazos se le habían dormido a medio
camino de su cuerpo tembloroso.
No supo cuánto tiempo
estuvo sentada en aquel columpio que le había regalado papá en su sexto
cumpleaños, pero cuando se bajó, hacía años, alguna vez le pareció escuchar que
diez, que su padre y Guillermo dormían en algún lecho de tierra.
También publicado en:
-El Correo de Andalucía: http://bit.ly/2dTYnSH
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