La
botella se hizo añicos y regó la alfombra. Diana la esquivó con
fortuna y empujó a Pablo, que trató de sostenerla en desequilibrio.
Cristina, que había visto el accidente corrió en busca de la
fregona, mientras los demás invitados saltaban cerca de los
altavoces sin darse cuenta.
–¿Estás
bien? –Pablo la apartó para inspeccionar su tobillo–. Te has
hecho algunos cortes superficiales, ¿quieres que los desinfecte?
–Ah,
no, no, déjalo. No importa.
Diana
limpió la sangre con una servilleta de papel y sonrió, nerviosa.
Llevaba días escuchando las confesiones llorosas de Cristina y no
sabía cómo comportarse con él. Había escuchado que Pablo tenía
intención de apartarse del grupo de amigos y que había acudido a la
fiesta en contra de su voluntad.
Él,
incómodo por el silencio, se frotó las manos y desvió la vista,
hasta que Diana le obligó a mirarla.
–¿Qué
te pasa, Pablo?
–¿De
qué?
–Ya
sabes por qué te pregunto.
–Si
te refieres a Cristina...
Diana
suspiró.
–¿Por
qué te has enfadado con nosotros?
Él
se crispó, y por un momento dio la impresión de que vomitaría
todos sus tormentos, pero acabó cerrando la boca. Su mirada se había
incendiado y Diana temió que se marchase. Se acercó y lo agarró
por la muñeca.
–Pablo...
puedes decírmelo.
Diana
lo abrazó al notar que su cercanía lo relajaba.
–Escuché
una cosa que no debía saber –confesó, buscando a Sofía con la
mirada–, y no me gustó nada.
–¿Y
qué fue?
–Que
Tomás y...
Cristina
llegó con la fregona y el cubo y los interrumpió con la excusa de
limpiar el desastre. Pablo recogió los cristales en silencio y
apartó a las chicas para prevenir otro corte. Cristina empezó a
hablar sobre sus parejas de baile y a describir a cada uno de ellos
con detalle.
–¡Cuánto
te tengo que contar! –aseguró, emocionada–. Vayamos a la cocina,
aquí hay mucho ruido.
Arrastró
a Diana y cerró la puerta, satisfecha de mantener a Pablo al margen,
como ella quedaba cuando en la universidad la despedía con cualquier
excusa.
Pablo
recogió los cristales y lo dejó todo en la entrada. No tenía
sentido permanecer allí por más tiempo. En la fiesta compartían
carcajadas y él no estaba de humor. Le lanzó un saludo de despedida
a Sofía, que lo había seguido con la mirada, y salió a la calle.
Empezaba a convencerse de que solo estaba mejor.
Empujó
la verja oxidada del jardín y echó a andar calle abajo. Un grito lo
detuvo. Se giró y distinguió una sombra que corría por el asfalto,
agitando los brazos. Se sorprendió al reconocer a Diana.
–No
me hagas correr –protestó al alcanzarle–. ¡Con este vestido y
los tacones resulta prácticamente imposible!
Le
empujó con cariño, atragantada por la carrera.
–¿Por
qué has salido? Estabas con Cristina...
–Ella
no me necesitaba.
Se
sonrieron en silencio, vigilados por la luna.
–¿Vuelves
a casa? –preguntó Diana.
Pablo
se encogió de hombros.
–Creo
que es mejor que me vaya –reconoció–. Aquí no tengo nada que
hacer.
Diana
soltó una risa irónica y le cogió por el brazo.
–Antes
me cuentas lo que estabas a punto de confesarme. No es justo que me
dejes con la curiosidad sembrada.
Él
asintió. Si se lo preguntaba a ella, podría quedar zanjada esa
incertidumbre tan molesta. La abordó por los hombros y se aventuró.
Si ella se negaba a responderle, no habría perdido nada.
–¿Estás
saliendo con Tomás?
La
pregunta lo aplastó y su voz sonó débil, pero mantuvo la mirada
sorprendida de su amiga. Ella titubeó, asustada, e intentó alejarse
unos pocos pasos.
–¿Es
eso? –lamentó Diana.
–Es
eso, sí.
–Pablo...
Estás celoso.
Pablo
hizo un gesto disgustado.
–¿Y
qué le voy a hacer? Tomás está saliendo contigo y a mí me gustas.
Diana
negó, con el llanto en la garganta.
–No,
te equivocas. No te rechazo por él. Tomás y yo sólo somos amigos,
aunque Fernando asegure constantemente que hay algo más. Es...
bueno, ya sabes, no puedo.
–¿Entonces?
Ahora soy yo quien no entiende nada.
–Cristina
te quiere tanto... –Diana rompió a llorar–. No puedo hacerle
daño.
Pablo
no protestó. Después de contemplarla durante unos instantes, abrió
los brazos para acogerla. Le bastaba ese abrazo y sus lágrimas
confidentes. Había estado equivocado, porque con esa intimidad era
feliz. La soledad no conducía a ninguna parte, aunque la
desesperación hubiese tratado convencerlo.
Hacia muchos dias que no podia pasear por tu Bosque de papel,y hoy que he vuelto ha sido para leer esa historia tan romantica y bonita.Gracias princesa.Montones de besos.Pepi
ResponderEliminarAhora sí entiendo la historia y a sus personajes.La verdad es que me ha mantenido intrigada y con ganas de saber el final. Creo que has conseguido lo que te proponías.
ResponderEliminarchio