Un
beso no se pide por whatsapp y, si se pide, se pide bien. El amor, o
el deseo, o el capricho, no es un “tiro la piedra y me escondo”.
Si se pide un beso tras una pantalla, hay que tener también el
coraje de pedirlo sin aparatos de por medio.
Cuando
Silvia, mi amiga de siempre, me contó que su novio la había dejado
por un mensaje de móvil, creí que me estaba tomando el pelo. No
podía creer que después de tres años, el fin de su relación lo
dictasen unas letras impersonales. “¿Hay algo más cobarde?”, me
preguntó. “¿Tan rápido desaparece la confianza?”.
Luego,
por supuesto, no hubo respuesta a las llamadas. La tecnología
ejerció como escudo del corazón, o arma arrojadiza, según se mire.
Silvia pasó la noche partida del dolor y el chico, desconectado del
mundo.
Aquella
vez, todos los amigos se enfurecieron. Hubo un aluvión de críticas
al veinteañero incapaz de enfrentar la situación. Todos dijeron que
las redes sociales sólo traían desgracias a las parejas, que la
gente empezaba a perder la dignidad, que dónde estaban el honor, la
educación, el sentido común.
Pero
al cabo del tiempo, se aparcó el tema. Silvia se había vuelto a
enamorar. Esta vez era un compañero del gimnasio. Hacía tiempo que
se intercambiaban miradas, conversaciones mudas a través del espejo.
De modo que, después de algunos meses, ella tomó la iniciativa e
iniciaron una conversación.
“Creo
que es muy tímido”, me confesó después de gritar medio minuto de
la emoción. “No nos ha dado tiempo a decirnos mucho, pero me ha
pedido mi número”. Me pareció que la historia empezaba bien.
Silvia estaba ilusionada y, cada vez que recibía un mensaje de él,
se ponía a saltar por la casa, o por la calle. Si yo estaba cerca,
me agarraba del brazo y me señalaba su nombre en la pantalla.
Cuando
hablaba sobre las miradas furtivas en el gimnasio, me hacía
partícipe de su inseguridad. Él nunca se acercaba a hablarle. Ni la
saludaba al verla entrar, ni la despedía. De hecho, en ocasiones
cogía el móvil a medio metro de distancia y le escribía algún
piropo que ella no sabía cómo acoger. Directo, atrevido,
chispeante. Pero a los ojos, nada. Ni los comentarios pícaros ni un
inocente “qué guapa estás”.
Una
tarde que estábamos juntas, aquel chico le envió un mensaje. Al
abrirlo, Silvia encontró un “quiero besarte”, y explotó. En
persona nunca la buscaba. Se lo dijo conteniendo la rabia, pero el
del gimnasio se hizo el sorprendido y la despachó: “No, no. No te
voy a decir nada más”.
Total,
para que lo diga por whatsapp...
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