Olía fuerte a
pintura y aguarrás y, cuando soplaba el viento, también al incienso de vainilla
que Lucía encendía en el alféizar. Goteaba el grifo abierto por el último niño,
tan pequeño que no alcanzaba a cerrarlo bien, y en la radio sonaba un antiguo
éxito del pop español.
En el
caballete más próximo a la ventana, Diana pintaba un paisaje de playa. Dos
barcas y un mar tranquilo. Afiló el lápiz azul y lo dirigió a la línea del
horizonte. Le cosquilleaba la emoción de saber que aquel era su primer cuadro a
pastel. Había saltado de los blancos y negros del carboncillo a una pintura de
colores suaves. Unos colores tan suaves que con ellos era capaz de sentir la
arena entre los pies y el sabor de la sal. La brisa, las gaviotas y el golpe de
las olas contra las maderas de la embarcación. Ella descalza, con los vaqueros
remangados bajo las rodillas y las mejillas rojas por el sol. Ella niña. Ella
feliz.
Lucía señaló
un tropiezo de la pintura y Diana le cedió el lápiz azul.
‒Más
suave, más suave. No aprietes tanto. El interior de la ola debe confundirse con
la anterior. Haz un difuminado en la parte de dentro. Aquí, aquí, ¿ves? Muy
bien. Así, estupendo.
Más
suave, como una caricia enamorada. Más suave y más claro. Diana cerró los ojos
y respiró hondo, quería recordar aquel mar por el que corría tantos veranos,
por el que había paseado muchos atardeceres y al que le había confesado sus
secretos.
Cambió
a la tiza verde y salpicó la masa azul. Así eran las aguas frías en que se
sumergía cuando picaba el sol. De nuevo olor a vainilla y quizá también a sal.
Quizá, solo quizá.
‒¿Estás
bien? ‒escuchó que preguntaba Lucía.
Abrió
los ojos y se secó las mejillas. La profesora le acarició el pelo y se inclinó
sobre ella.
‒Te
está quedando muy bien. ¿Quieres hacer un descanso y nos tomamos un café?
Diana
asintió y dejó los colores en la caja, desactivó los pestillos de su silla y
empujó las ruedas por el pasillo del aula. Observó de reojo el niño del
sombrero de paja que pintaba Francisco, y los monigotes del pequeño Juan. Dejó
atrás el lienzo amplísimo de la talentosa Alejandra y entró en el cuarto, más
estrecho, del café. Lucía le sirvió una taza y se sentó frente a ella. No dijo
nada y simuló distraerse con el humo de la bebida.
Diana
preguntó por la última exposición de su profesora y terminaron discutiendo
sobre las obras del museo que acababan de abrir en el centro histórico de la
ciudad. Se rieron de las ocurrencias del más pequeño de los alumnos, que había
dibujado en la pared con óleo y decía que quería ser como Leonardo da Vinci, y
luego regresaron a sus cuadros. Diana contempló su mar, su playa, su pasado, y
se concentró en el olor a pintura, a aguarrás, a vainilla y a sal.
Ilustración: Blanca Rodríguez G-Guillamón