Mara corrió el último tramo del
sendero con los brazos en alto y la risa en la garganta. Su hermana
la seguía con dificultad, gritando con jolgorio. El sol de la tarde
se colaba entre las hojas de los árboles y salpicaba de luz la piel
canela de Mara y Priya. Ninguna se detuvo al llegar al río. Se
lanzaron en plancha y siguieron avanzando entre carcajadas. Un
elefante gris empapado de sol ladeó la cabeza para proteger a su
cría, que chapoteaba en el agua de barro. Olía a tierra húmeda y a
calor.
Priya llamó a su hermana y le
señaló al elefante más pequeño, que no conocían. Mara presionó
sus labios con el índice y le hizo un gesto a Priya para que se
acercasen. Las risas escapaban ligeras de entre los dientes. La
hembra que protegía al bebé elefante no se alarmó. Conocía las
manos ásperas de las niñas y el timbre agudo de sus voces. Priya
acarició el lomo de la cria antes de apoyar su mejilla contra él.
–Está
caliente –observó.
Mara
hundió las manos en el río y las sacó llenas de barro. Con
delicadeza, la extendió sobre el animal para cubrirlo. El animal
aleteó con las orejas y levantó la trompa. Priya se puso en
cuclillas para refrescarse y sonrió. Miró a su hermana adolescente,
tan alta y bonita, de ojos grandes y pelo negro, aureolada por el sol
que caía y resplandeciente por las gotas de agua.
–Yo
no quiero que te marches, Mara. No quiero que te cases y te vayas con
él.
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