¿Que cómo la conocí? Oh, ya querrían ustedes una historia similar a la nuestra. Ella era una mujercita de ciudad, toda adornada con joyas y de una educación exquisita. Era atenta y graciosa... y bella. Era muy bella. Tenía dos grandes ojos azules que llamaban descaradamente la atención, el pelo azabache y rizado, y unos labios suaves e infinitamente rojos. Soñaba con casarse con algún hombre aventurero que la llevase a la India y a América, como sucedía en sus novelas de romances. Ella quería abrazar el mundo, quería abrazarlo y ahogarse en él.
En su decimoctavo cumpleaños la conocí. Sus padres habían organizado una fiesta en uno de los locales más caros de la ciudad. Mientras yo paseaba por allí, tratando de evitar los bares y emborrachado de problemas por una mujer difícil, ella salió a tomar el aire, sonrosada por el calor. De su mano iba un joven de edad similar a la suya, que trataba de ganarse sus labios mientras sus ojos la recorrían con deseo. Ella, coqueta, fijaba su mirada deslumbrante en la de él y reía con exageración cada una de sus palabras... hasta que reparó en mi presencia. Sus grandes ojos azules se detuvieron en mi camisa remangada, en la pluma que guardaba tras la oreja y en mi cuaderno de viajes. Debí parecerle un doble de Indiana Jones o de algún vaquero del Oeste, porque rechazó a su acompañante y se dirigió hacia mí, fascinada.
–Perdona, ¿es aquello un diario?
Sus palabras atravesaron mis pensamientos como un aguijón traicionero y, al mirarla, me reí de lo absurdo de la situación. Sí, era un cuaderno de viajes. Miles de letras y sueños, capítulos enteros de mi vida. ¿Y a quién le importaba? Yo era el único que leía una y otra vez sus historias, al único al que le interesaba lo que contenían sus tapas de cuero. Y recordé, recordé de nuevo la sonrisa desencantada de Mariam y sus bostezos discretos cuando yo le hablaba de él. Apreté la mandíbula y reanudé el camino, pero ella volvió a insistir.
–Cuéntame, por favor. Cuéntame hasta dónde has viajado y cómo son todos esos lugares.
Se aferró a mi brazo y me guió hasta un banco y entonces me hechizó con su mirada. Era hermosa, nadie podría negarlo, pero la belleza que me cautivó no fue la de sus ojos claros, ni su pelo, tampoco sus labios rojos o su gracia. Algo vi en aquella mirada que logró aliviar mi tormento.
De modo que, casi sin darme cuenta, me descubrí hablándole de Roma, de las dunas brillantes del desierto y de la nube húmeda del Amazonas. Y ella me escuchaba, a veces con los ojos abiertos y otras con los ojos cerrados. No recuerdo cuántas páginas le leí, ni cuándo se apagaron las farolas. Sé que ella se quedó dormida en mi hombro, que salieron a buscarla y que yo impedí que la despertasen.
Cuando despertó, me besó y se marchó corriendo. No traté de alcanzarla, porque sabía que no debía hacerlo. Me mantuve muy quieto en el banco, con el cuaderno abierto sobre las rodillas y aquel beso quemándome en los labios.