Tenía las manos de plata, no completamente, pero sí
la mayoría de los dedos. Parecía que todos los días pintase al despertar. Era
un gris oscuro ligeramente azul, aunque pasaba desapercibido debajo de las
mangas del jersey. Me gustaba mirarle las manos, me gustaba que se entrelazasen
con las mías cuando no mirábamos.
No le pregunté por qué eran de plata, pero él me lo
dijo. Lo hizo con una voz cansada, como si se tratase de un secreto
inconfesable, bajito, despacio: “Tengo los pulmones grises”. Grises no podían ser, porque yo había dormido
muy cerca de ellos. ¿Entonces, qué?, se burló (porque al fin y al cabo eran los
suyos).
—De
plata.
—Eso no puede ser.
Pero sí podía ser. Yo sabía que tenía la
luna atrapada dentro.
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