Su
sonrisa cazaba todos los miedos. Alta y espigada, Dorotea siempre
causaba la misma impresión. La forma en que levantaba las comisuras
de los labios, cómo entrecerraba los ojos y le engordaban las
mejillas era una historia de amor. Decían que había curado a
enfermos y había devuelto la paz a los intranquilos, pero lo cierto
era que vivía en el centro de un lago, en una casa diminuta, sin más
compañía que un pajarillo que no se atrevía a revolotear más allá
del techo.
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