Mi hermana se cayó de la cama a
las siete de la mañana. Un peso pesado sobre la alfombra. Pensé que el golpe
sería suficiente para despertarla, pero se encogió y siguió durmiendo. Entonces
abrí las persianas, pero el cielo oscuro no ayudó. Volví a cerrarlas.
Hay un mal muy terrible que
combatimos cuando somos más frágiles: el sueño. El despertador se inquieta, lo
apaga la mano invisible, el subconsciente nos asegura que “un poquito más” solo
serán cinco minutos… Cómo nos engañamos. Ni el mejor mago es tan poderoso.
Así que la dejé en la alfombra.
La batalla no la libraba yo. Dos días después, sin embargo, apenas abrí los
ojos, ella saltó de la cama. El susto me desveló. Eran las siete, como todos
nuestros despertares, pero tardó menos de cinco minutos en vestirse. No pude
articular palabra mientras iba y venía por la habitación. Los zapatos, el
abrigo, el bolso, los guantes. Para cuando quise reaccionar, se había marchado.
Al día siguiente saltó con el
mismo ímpetu y pensé que aquella especie de esquizofrenia de la mañana se
mantendría. Pero no, en la semana que vino después regresó la zombi de la
alfombra. Estaba asombrada, así que decidí preguntarle. No supo
responderme.
—No lo sé. Será que hoy he descansado mejor.
¿Descansar mejor? ¿Solo descansar mejor? Había dormido las mismas
horas, había cenado platos parecidos… La observé de cerca. ¿Estaría ocultándome
un nuevo amor? No, nada de eso. Más tarde descubrí que su victoria rotunda al
sueño respondía al nombre de “motivo”. Mi hermana tenía un motivo, un
incentivo, un acontecimiento que hacía que recibiese al día con ilusión.
Un motivo, anoté. Que podía ser una cita, una tarde de compras, una
buena noticia… Me metí a la cama inquieta. Tenía la fórmula secreta. La pereza,
Carol y yo nos veríamos las caras al amanecer. Reté a la alfombra con la
mirada y me esforcé en buscar un motivo. ¿Qué pasará mañana? ¿Qué puede pasar?
Un motivo… Un motivo… Vamos, un motivo. No logré conciliar el sueño antes de
que sonase el despertador.
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