—Un
ciego supone dinero, lo queramos o no —dijo tras un breve suspiro—.
No interesamos.
Mireia
apretó los labios y esperó a que su compañero de autobús se
explicase.
—Bueno, un ciego, o un sordo, o cualquier persona con discapacidad. Es
así y ojalá me equivoque pero fíjate, por ejemplo, en la política,
donde están los que deciden; porque seamos sinceros, nosotros
pintar, pintamos poco. Los partidos siempre hablan de la
accesibilidad y reivindican nuestros derechos a capa y espada, nos lo
prometen todo en los programas electorales, pero cuando dejan de ser
oposición para convertirse en Gobierno... el discurso tiembla. Un
ciego, como yo, es dinero, porque tú vete ahora a decirle a quien
mande que tiene que poner un bucle magnético en los teatros o en
los cines para los que no escuchen. Eso es dinero.
El
hombre interrumpió abruptamente su discurso.
—¿Me
puedes decir cuál es la siguiente parada? Me bajo en Merindades.
—Oh
—Mireia apretó el botón para que el vehículo se detuviese—. La acabamos de pasar, pero he avisado para que
pare en la siguiente. Lo siento.
—Si
es que me lío a hablar y claro... —lamentó el hombre, poniéndose
de pie y acercándose a la puerta—. No te disculpes. Se me olvidó
preguntar. Es que los autobuses... Ay, los autobuses. Si dejo de
contar las paradas, no sé en cuál me tengo que bajar.
Cuando
se abrieron las puertas, se giró en la dirección de Mireia para
despedirse. Luego extendió el palo y echó a andar. Mireia
sonrió al recordar el enfado de él cuando le contó que estaba
cansado de que en los hospitales le obligasen por protocolo a sentarse
en una silla de ruedas.
—¡Cómo
si no viera el camino! —había exclamado divertido por su propio chiste.