Me ha costado
entender qué tiene Navarra para que los navarros no se quieran ir de aquí. No
hay playa, apenas sol y falta ese acento saleroso que se acompaña de gestos
despreocupados. Las calles no visten con aire de fiesta y los días de tormenta
no huelen a sal. La risa se esconde debajo de bufandas mientras que las nubes,
siempre las nubes, se empeñan en gobernar la cuenca. Mi ciudad se llama
“Mordor” para los amigos, “Pamplona” para los demás, y he aprendido a amarla
muy poco a poco, a pequeños sorbos, como dicen los viejos que se disfruta la
vida.
Los primeros
años pensé que aquí no pasaban muchas cosas interesantes; tardé cinco en descubrir que
ocurren, pero que hay que aprender a buscarlas. Los desconocidos no se hablan
como si no lo fueran, ni se dan palmas al pie de una guitarra. La cerveza no la
acompaña una tapa bien surtida, ni se regala el buen humor. Pero en Pamplona
hay tantas sonrisas como se quieran encontrar. Hay que mirar bien, sí, porque
aquí no se habla de la amistad a la ligera. En esta tierra de nubes (blancas,
negras y naranjas del atardecer), un amigo es un amigo de verdad.
Antes me
gustaba preguntarle a los navarros qué tiene de especial su hogar. Pero, ¿cómo
se enseña a amar? No se puede hacer sólo con palabras. Para conocer Navarra hay
que sufrirla y reírla; hablar con su gente y pasear sus caminos; escucharla y
soñarla. Así es como se ama el mundo, en realidad cualquier lugar. Para
conocer, primero hay que despejar el corazón. Luego se descubre un mundo de
secretos. Ahora que se marchan tantos de los amigos que me enseñaron a mirar, volveré
a buscar con ojos nuevos. Navarra tiene magia, aunque jamás seré capaz de decir
completamente cuál.