
¿Entonces es buena noticia?
¿Que la gran empresa roja y blanca caiga es buena señal? Pensando
en los azúcares y en los kilos, he acabado recordando mis tardes de
colegio. Me he acordado del juego del mate, en que esquivábamos la
pelota-bala como si fuésemos espías agilísimos y permanecer en el
campo fuera de vida o muerte. ¡Qué saltos y qué carreras! O el
juego del elástico, que sostenían dos chicas con los tobillos
mientras las demás deslizaban los suyos para formar una red y
saltarla. O la comba, o el aro, o los números de tiza que
recorríamos a la pata coja al tiempo que le dábamos puntapiés a
una piedra para dejarla en el número mayor. Arriba, abajo, arriba,
para el lado. No parábamos quietos.
Recuerdo que uno de mis trofeos
fue una lata de Coca-Cola. Mi aficionado equipo de baloncesto ganó
el primer y único partido de su historia y la entrenadora se sintió
tan orgullosa que se atrevió a prometernos una lata del refresco
-que, por cierto, nunca llegó.
La Coca-Cola era motivo de
fiesta, de risas, de los mejores momentos, de nuestra victoria.
Después de conocer que la multinacional no crece, sentí una especie
de vacío de la infancia -si en algo se distinguen, es en esa gran
personalización de su marca-. Pero luego lo pensé fríamente. Si hay que sacrificar a Coca-Cola o a la salud... Pues lo siento,
querida mía, pero la salud es lo primero. Claro que sí, porque
parece que nos hemos concienciado de la necesidad de cuidarla. Ahora
hacemos más ejercicio -por supuesto-, los niños juegan aún más que antes y pasan
la tarde en el parque -seguro-, sin intoxicaciones electrónicas ni pantallas -la duda ofende-.
Comemos mejor, más fruta y más verdura, y hemos aparcado la comida
rápida, los precocinados y los azúcares de más.
No es tu culpa,
Coca-Cola, y perdona mi ironía pero es que somos nosotros.