Dos
sonrisas manchadas de chocolatada y una nota sin firmar. “Donde
todo es dulce”, leyó Catalina con emoción. Sacudió la hoja
arrugada y dio vueltas sobre sí misma, creando una nube de volantes
rojos.
–¿Qué
decías de ese joven, Bárbara? Apuesto, agradable, educado...
–canturreó la pequeña sin dejar de moverse.
–Devuélveme
la nota y no digas nada a nadie. Madre no puede enterarse...
–Alto,
rubio...
–Cállate.
Bárbara
se lanzó sobre su hermana y le arrebató las palabras. Las risas se
colaron por la ventana de la cocina y salió María con el delantal
manchado de harina.
–La
señora está descansando, vais a despertarla –las riñó,
palmeando el aire.
Bárbara
le tapó la boca a Catalina y se disculpó mientras la dirigía a la
calle. Allí explotaron de nuevo en compases alegres. El sol de la
tarde doraba el maizal, donde aún trabajaban jornaleros. Catalina
parpadeó con coquetería y saltó a la tierra para esconderse entre
los tallos.
–Y
correréis a lomos de un caballo blanco, y volaréis sobre las
plantaciones y los bosques...
Bárbara
la abrazó para contener sus ensoñaciones.
–No
está bien imaginar tanto. Es solo un buen conocido.
Catalina
soltó una risita para provocarla.
–¿Solo
un buen conocido?
–Sí...
Sí, más o menos. Eso es. Un buen... Es un muchacho divertido.
–¡Estás
enamorada!
–¡Calla!
–gritó la mayor con los ojos espantados–. Madre dice que eso no
está bien. ¿Has leído las novelas de la lista prohibida? Como se
entere María...
–Es
que no he podido contenerme, son tan románticas y tan bonitas. La
última iba sobre...
Bárbara
le tapó los labios.
–No
sabes nada del amor y yo no quiero saber más que lo que madre
cuenta.
–Ella
no habla de caballos ni de palacios. Sus historias son aburridas. Os
escuché el otro día, cuando hablábais en la salita. Madre no
quiere que le veas a él, ¿verdad? –dijo Catalina señalando la
nota arrugada que escondía su hermana en el puño.
–No
es eso...
–Pero
tú iras a verle, ¿no es cierto? Hoy, al atardecer, donde todo es
dulce... ¿No suena romántico? Donde todo es dulce... Lo repetiría
ciento de veces. Me endulza la lengua, como si comiese uno de esos
pastelitos que hace María.
La
joven suspiró con la sonrisa aún manchada y se escondió la hoja en
el corpiño. Cogió la mano de Catalina y echó a correr entre el
maíz maduro.
–Volveré
antes de que oscurezca –dijo–. Solo será un paseo. Le saludaré
y regresaré antes de que madre despierte.
Catalina
se puso de puntillas para limpiar la comisura de los labios de su
hermana y la animó.
–Te
esperaré en la sala de juegos, donde siempre. Estaré atenta junto a
la ventana. Luego quiero que me lo cuentes todo, todo, hasta el último detalle.
Pero Bárbara
nunca regresó.
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