La gotera había desbordado el
cubo. Hacía dos días que no dejaba de llover y la madera vieja de
la cabaña se había resfriado. En la oscuridad obligada de la
tormenta, Daniel dibujaba junto a la chimenea. Acababa de avivar la
lumbre y los lengüetazos del fuego se proyectaban en el cuaderno de
papel. Sombras que Daniel ignoraba, concentrado en el rostro de la
juventud. Entre otros, le sonreían sus ojos de grafito, tan grandes
sin las arrugas.
El cuco cantó justo cuando
esperaba. Pocos segundos antes Daniel había elevado la mirada hacia
el reloj, porque conocía los pasos de las horas.
Bostezó y retomó el dibujo. En
su hoja trazada escuchaba risas y voces antiguas, voces muy llenas de
polvo. El paisaje apenas esbozado brillaba de color. Allí estaban
todos: Federico, Antonio, José, Fernando. Y Marisa también, con su
voz cantarina. Y la hermana pequeña del pillo, quien para entonces
ya se había marchado a Madrid.
La alfombra se había mojado y el
hogar era cenizas.
Fernando y Marisa se casaron poco
después. Antonio heredó las tierras de su abuelo y las trabajó
junto a su esposa, pero a ella Daniel no la conoció. Y José...
¿José estudió una carrera en la universidad? Quizá eligió
Derecho antes de viajar a Estados Unidos. ¿O había sido
Medicina?
Hacía frío. Daniel miró la
hora; llevaba tres perdido en la cuenta de los años. Había olvidado
al pájaro del reloj y la gotera. La noche había dormido a su cabaña
y el viento se lamentaba cada vez más alto. Daniel se levantó
despacio y miró su obra. Pero los recuerdos se habían callado.
Arrugó el papel y lo arrojó a la chimenea.
Quería vida, no silencio.