¿Alguna
vez os habéis asomado a la calle en ropa interior?
Al
terminar de comer, me senté en mi mesa de estudio y encendí el
ordenador para revisar el correo. Hacía calor y decidí abrir las
ventanas para que se revolviese el aire entre el pasillo y mi
habitación. El edificio de enfrente queda muy cerca del mío y las
ventanas de los vecinos bien podrían ser pequeños televisores desde la mía (Es lo que tiene cambiar la quietud de un parque por el
bullicio de la ciudad despierta). De modo que aquel cuerpo
semidesnudo no me pasó desapercibido. Al principio no creí que
fuera posible. Llamé a una amiga, cuya ventana asomaba a esa calle,
y le dirigí la mirada hacia el mismo lugar. Con sorpresa, tuvimos
que admitir que era una chica en ropa interior.
Con
los brazos acostados sobre la baranda y el cuello erguido,
contemplaba el ajetreo de la calle. Sólo le faltaba un cigarro
alargado y humeante, los labios rojos y un decorado nocturno para
resultar la “femme fatale” de cualquier película de suspense.
Permaneció
más de una hora en la misma postura, mientras el cielo celeste de la
mañana se diluía en grises. Parecía querer dominar la calle con su
figura, imperturbable ante las miradas de los curiosos.
Yo
me había encerrado a leer unos documentos con la cortina echada –no
me gustaba sentirla atenta a cuanto pasaba a su alrededor, que me
incluía a mí–, y por eso me
sorprendí al abrir de nuevo y encontrarla en el mismo lugar y con la
misma poca ropa. En ese momento entró en la casa. Volvió al poco
tiempo, con el pelo mojado y envuelta en un albornoz amarillo
resplandeciente. Se recostó en la barandilla, columpió su brazo
derecho y le devolvió al asfalto su mirada aburrida. Así permaneció
el resto de la tarde.
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