Era un portalón abierto a las dos de la mañana. Una puerta de madera que debía estar cerrada desde las once. A su alrededor, fuera de la muralla, todo era silencio. Silencio y una niebla densa y fría.
Los pasos me parecían truenos en aquellas piedras y los árboles, presencias de este u otro mundo. Me dolían los músculos del cuello y los ojos, que aspiraban a abarcarlo todo en trescientos sesenta grados y con cualquier profundidad.
A quién se le habría ocurrido dejar las puertas abiertas y a quién se le ocurriría entrar. La fortaleza renacentista en un cuento de brujas. No hubo tanto silencio en toda la noche de la ciudad vacía.
Paso a paso, a través del túnel y de las nubes, hacia la Puerta del Socorro. Con los espíritus asomándose, sorprendidos por esa caminante que les arrancaba del sueño y se esforzaba en entrecerrar los ojos para no verlos.
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