Le resbalaban lágrimas de sangre por las mejillas, pero el policía estaba de espaldas y no las veía.
—Jefe, el juez ha levantado el cuerpo.
Antonio y Sergio se encargan de lo demás. Podemos irnos —informó Gabriel desde
la ventana del furgón
Pedro se amasó la barba y, sin decir
nada, subió al vehículo. Aunque su compañero encendió la radio y comenzó a
hablar de fútbol, era incapaz de abandonar el caso. No lograba entender por qué
aquel mendigo había matado a la joven. Después de todo, aquel pobre loco nunca
había sido violento. Más bien al contrario. Recordaba haberlo visto todos los
días en la misma esquina de la plaza, comiendo lo que le daban, lanzando migas
de pan a las palomas, tocando una vieja flauta. Alguna vez incluso le había
dado dinero. Era un artista; la música le brotaba del corazón.
—No lo entiendo —musitó—. ¿Por qué la
mató de un hachazo? No se conocían.
—La cuestión es, jefe, de dónde sacó el
arma.
Pedro sacudió la cabeza, contrariado.
Quizá el mendigo un día fue campesino. Eso le daba igual.
La nieve caía tan despacio que parecía
flotar inmóvil en el mismo sitio. Sofía cerró los ojos y sintió los copos
derretirse en su piel. Columpió las piernas. Sonrió. Hacía media hora que
esperaba a Alberto, pero parecía que después de todo no iba a presentarse. Sacó
la lengua para beber del cielo. Acababa de decidir que se olvidaría de él.
Vio a unos niños lanzarse bolas de
nieve y los siguió con la mirada. La escena le pareció divertida, hasta que el
vagabundo empezó a gritar. Daba saltos señalando una de las cuatro estatuas de
la plaza. Se fijó entonces que una de las bolas había impactado contra ella y
que la nieve se escuría desde el rostro del ángel al suelo. Sofía contuvo la
respiración. Nunca había visto una cara más hermosa.
Mientras el hombre retomaba su melodía
de flauta, ella se acercó, arrobada, a la escultura. Había algo en aquella
mirada que la atraía; no se atrevía a decirlo, pero le parecía que en esos ojos
de mármol resplandecía la vida.
Levantó el brazo, aunque no se atrevió
a tocar ni siquiera los pies. El ángel tenía las manos cruzadas sobre el pecho
y la cabeza inclinada. Los labios ligeramente entreabiertos, como si Dios le
hubiese petrificado justo en el momento en que iba a negarle.
Sofía imitó el gesto y cruzó sus manos
sobre el corazón. De pronto no sentía el frío. Entreabrió los labios,
hipnotizada. Le parecía que el querubín le juraba amor eterno.
Las notas de flauta se silenciaron.
Sofía había trepado la estatua y
acariciaba aquel rostro de piedra como si su calor fuese a despertarlo. Se encontraba
tan ensimismada que no vio al mendigo caminar hacia ella con un hacha en alto.
Tampoco lo escuchó gritar, ni el filo del arma rasgando el aire, en círculos,
directo a su espalda. Estaba cautivada por una mirada esculpida.
La muerte la besó al mismo tiempo que
apretaba sus labios contra los del ángel. Cuando la encontraron, el vagabundo
lloraba a su lado. Tenía las manos rojas y era incapaz de articular palabra.
Los oficiales se lo llevaron detenido y fotografiaron la escena mientras
llegaba el juez. Fue precisamente en esas imágenes donde algunos años después
Pedro descubrió un detalle que aquel día había pasado por alto. Ampliando las
instantáneas descubrió que el ángel bajo el que murió la joven tenía lágrimas
de sangre.