Rosvinta
se relamió. Removió el contenido del caldero, que borboteaba y salpicaba un
polvo dorado, y canturreó una canción de cuna. Más allá, Adelaida acariciaba el
pelo de Bibi, quien miraba a través de la ventana con nostalgia.
—Créeme
pequeña: lo agradecerás. Que ahora no lo ves, porque eres joven, pero un día te
alegrarás.
Bibi
no contestó. Mantuvo la mirada perdida más allá del bosque que cercaba la
mansión. Adelaida le acarició la cara y jugó con su pelo.
—Eres
muy bella, niña mía. Tienes una piel suave como las flores y esos ojos tan
grandes… Si te quisiera menos, te los arrancaría para cambiarlos por los míos.
Detrás
de las montañas, Diego la estaría buscando. Habían quedado en encontrarse en el
crepúsculo, y el mar ya había comenzado a tragarse el sol. Las lágrimas de Bibi
desfilaron por sus mejillas y Adelaida se apresuró en recogerlas.
—No
llores, que tú serás inmortal. ¿Sabes lo que darían esas criaturas
despreciables por ser como nosotras? Oh, mi pequeña, no sabes lo afortunada que
eres en realidad.
La
purpurina se desparramó por el suelo y Rosvinta rompió a reír.
—¡Mira,
mira cómo me brillan los pies!
—Cállate,
estúpida, que la niña está triste.
—¡Me
brillan, me brillan!
Rosvinta
comenzó a dar vueltas por la habitación con el palo de escoba en ristre. Cuando
se le pasó la euforia, los brillos habían quedado suspendidos en el aire.
Adelaida estornudó y empezó a agitarse como si la hubiera poseído el demonio.
Bibi, ajena a sus hermanas, lloraba. Estaba a cientos de kilómetros de Diego y,
sin embargo, escuchaba sus gritos y le veía golpear el suelo de la cueva donde
se habían citado. Pero no podía escapar, porque Rosvinta le había obligado a tomar
una pócima que le robaba la magia; la suya no era tan fuerte como la de ellas.
Cerró los ojos y sintió de nuevo las manos de Adelaida en su cuerpo.
—Vamos,
mi niña, ven a bailar conmigo. Está oscureciendo y el remedio de Rosvinta ya
casi está. Cuando lo bebas, mi pequeña querida, cuando lo bebas, será como si
tu vida empezase de nuevo. Ya no habrá hombres, porque no valen nada. No
tendrás que sufrir nunca más por amor —soltó una carcajada y le enredó los
dedos en el pelo—. Ese dolor que sientes, esa punzada tan aguda, la olvidarás,
como lo olvidarás también a él. Vas a ser libre, mi hijita, vas a ser tan libre
que nos lo agradecerás.
Le
pusieron la copa en las manos, una vasija de oro que decían haber robado a un
rey, y Rosvinta empezó a dar palmas.
Bibi
pensó en Diego mientras le acercaban la poción a los labios.
—Preciosa,
olvídalo. Ellos solo querrán jugar contigo.
Saboreó
el líquido dorado y sintió que le desgarraban el corazón. De pronto no sabía de
qué color eran esos ojos que la habían enamorado. Perdió después el recuerdo de
las caricias. Cuando se borraron sus besos, Bibi aulló fuera de sí.
Lanzó
la copa contra las brujas y echó a correr hacia el caldero. Mientras Rosvinta
reía y repetía que la purpurina le había mojado los pies, la joven se sumergió
en aquel líquido maldito. Si iba a olvidarlo a él, quería olvidarlo todo.