Las películas
de ciencia ficción insisten en aparejar a la inteligencia artificial los
sentimientos y emociones propias de los humanos. Una valoración positiva de
unas máquinas que los científicos se esfuerzan en conseguir. ¿Qué ocurriría si
un robot fuese capaz de sentir? Es la tesis que subyace en los filmes Ex_Machina
y Chappie, estrenados este año, y en The imitation game, Her
y Autómata, del pasado. Nos han acostumbrado a seres que aman, que son
capaces de suplir nuestras carencias emocionales, que nos quitan el miedo a la
soledad. Ocurre ahora y ocurría entonces. Películas como El hombre
bicentenario (1999), Inteligencia Artificial (2001) o Yo, robot (2004),
sembraron el debate que ahora se recupera.
Por el
momento, sólo Eugene Goostman logró que lo confundieran con un ser humano. En
2012 y después de que lo preparasen desde 2001, el programa se hizo pasar por
un ucraniano de 13 años. Tenía una vida inventada, pero engañó a un tercio de
los jueces que participaban en la prueba de Turing. Un acontecimiento que el
propulsor del experimento, Alan Turing, predijo como el momento en que las
máquinas habrían alcanzado la inteligencia artificial. Los científicos Seale o
Ackerman defendieron que engañar no es entender.
La industria
cinematográfica apoya el papel de los robots como compañeros de los humanos.
Nos crea una imagen positiva. Nos crea incluso la ilusión de que suplirán
nuestras carencias: ¿Necesitas alguien que te ame (o que simule que te ame)?
¿Necesitas una presencia que combata tu soledad? Nos proponen un mensaje: para
qué esforzarse en lo que puede ser fácil.
Hace unas
semanas trascendía el caso de un funeral oficiado en honor a unosperros-robots. Una ceremonia budista de inciensos y sutras, de respeto por el
alma de 19 mascotas que Sony lanzó en 1999. Unos animales sin carne ni hueso
pero diseñados con una personalidad. Los Aibo no necesitaban veterinario, ni
comida, ni agua, ni dos paseos obligados al día. Eran mascotas fáciles. No eran
juguetes para niños, eran parte de la familia, como cualquier can vivo, como
Jibo.
Jibo, que ya
se promociona en internet como “el primer robot familiar”, aspira a abrirse un
hueco en los hogares. Con un diseño sencillo que recuerda a Eva, de la película
Wall-e, se ofrece para lo que se le pida: recordar tareas, contar
cuentos, grabar vídeos, hacer llamadas... Una agenda electrónica con una
personalidad. Una máquina a la que se le han programado habilidades y que
espera ser objeto de cariño a partir de 2016.
No nos venden
una utilidad. Ni Goostman, ni los Aibo, ni Jibo, ni los personajes de ciencia
ficción son solamente aparatos. No son como la lavadora, o el lavaplatos, o la
secadora. El ser humano está investigando cómo convertirse, de alguna forma, en
dios. Sus aspiraciones no se detienen en lo práctico. Los científicos quieren
programar la vida del único modo que no hizo nadie: con máquinas capaces de
pensar, cuestionarse y sentir.
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