Solo.
En una terraza de un bar cualquiera. Delante de un café humeante y
un periódico prestado. Con la misma ropa de hacía dos días y el
desencanto de hacía tres. Sin afeitar pero con la corbata aún en su
sitio.
Rodrigo
esquivó las miradas de los demás clientes. Sabía lo que pensaban
por sus caras de asco y el círculo de mesas vacías que había a su
alrededor. Con el corazón en la garganta, apuró el desayuno y salió
del local. Durante algún rato caminó con la seguridad de los pasos
firmes y la barbilla alta. Pero al doblar la esquina, se detuvo y
rompió a llorar entre sus manos.
Rebuscó
en los bolsillos y contó las monedas. Aún tendría para cuatro
cafés. ¿Y luego? Observó unas botellas de cristal vacías y sintió
vértigo. Guardó de nuevo el dinero y echó a andar.
Hacía
tres días que frecuentaba el mismo banco. Un banco de piedra en una
plaza sombreada y con poca gente. Sin palomas ni ruidos de coches.
Tan solitaria que le sorprendió encontrar en los escalones de la
fuente una cartera.
El
hombre miró a su alrededor, pero seguía solo. 300 euros de suerte,
además de dos tarjetas de crédito con el número secreto apuntado
en el reverso. Rodrígo sostuvo la cartera con miedo, como si le
quemase esa pequeña fortuna que podría devolverle un poco de
dignidad. Con ese dinero podría comprarse ropa limpia y comida,
además de cafés para dos meses.
Rodrigo
se sentó de nuevo en su banco de piedra y leyó la documentación
del desconocido. Allí pasó la mañana y la tarde, durmió también
la noche y despertó al día siguiente. Solo, pero esta vez sin café
humeante.
Observó
a los transeútes con la cartera escondida en su chaqueta sucia de
ejecutivo. No desayunó ni comió hasta que, sobre de las tres
de la tarde, un joven angustiado se puso a dar vueltas a la fuente.
Andoni Urízar, pamplonés de veinticinco años, soltero.
Rodrígo
levantó el brazo para llamar su atención y se levantó con
dificultad; tenía los músculos dormidos. El chico arqueó las
cejas, pero no hizo una mueca de disgusto cuando estuvieron cerca. Dudó ante la
mano abierta del desconocido, pero la estrechó.
El
solitario le extendió la cartera y Andoni comprobó rápidamente que
todo estuviera en su sitio. Suspiró y la sonrisa final fue el broche
de Rodrígo. Se miraron en silencio unos segundos.
‒¿Me
dejará que le invite a un café? ‒preguntó el más joven.
Rodrígo
se miró la muñeca vacía.
‒¿No
vas mal de tiempo?
El
muchacho se rió.
‒Igual
se lo hago perder a usted. Tendrá familia.
El
hombre no respondió, pero hizo un gesto para que continuasen.
‒Tengo
un rato para un café.
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