¿Qué necesitas? Pide, sé ambicioso, aprovecha y quédate con todo lo que te pueda hacer algún bien. No importa que por el camino hayas gastado el dinero y el tiempo de otros. ¿Y qué si te comprometes con algo y desapareces? Si te acusan, defiende que tu postura es inocua, que lo que dejaste atrás eran cosas sin importancia. Que la amabilidad, la sinceridad y el respeto no te corten las alas. Si te dan la mano, no lo dudes, agárrate fuerte del brazo.
¿Y por qué no decirlo si es lo que pensamos? No parece que
seamos conscientes de que detrás de cada decisión que tomamos hay personas,
necesidades y problemas. Personas que quizá no conozcamos. Necesidades que no
son las nuestras. Problemas que pueden estar asfixiando a otros. Y, es cierto,
no se trata de analizar cada vida antes de tomar una resolución, pero sí de
cuidar los detalles que parecen más ligeros.
Hace unas semanas visité una farmacia. Entré por su puerta
amplia repitiendo en silencio el nombre largo y complicado del medicamento que
buscaba. Habían cinco clientes antes que yo, de modo que apunté el fármaco y esperé. Libre de esa
concentración enfermiza, me dispuse a observar y aprender. Tenía curiosidad por
los estantes de productos, las recetas electrónicas que parecían entretener
tanto a las farmacéuticas y el cuartillo que se abría tras el mostrador. La
aglomeración de cremas solares, hidratantes, antioxidantes, pañales, potitos,
biberones, champús, geles de baño, desmaquillantes, anticelulíticos...
resultaba desconcertante y extrañamente acogedora. Tanto me evadí que se me
colaron dos señores. Sin protestar, porque tenía la mañana libre, me coloqué
detrás de ellos. El más mayor; alto, de barba blanca y acento extranjero,
parecía alterado por su conversación con la mujer que lo atendía.
“Sí, aún sigue en el estante, esperando...”, decía ella con
resignación.
“¿Todavía? Pero ya ha pasado más de una semana”.
“Y lo que queda, Jules, y lo que queda. Supongo que nos lo
han vuelto a dejar colgado”.
“¿Y se puede devolver?”
“No. Este medicamento venía por un laboratorio que no lo
permite”.
“¡Vaya cara tiene la gente!”.
“Bueno, no te alteres, Jules. Desgraciadamente es habitual”.
“Me parece indignante”.
“Entonces, ¿te saco todo lo de la tarjeta?”.
Y yo desconecté. O más bien, me quedé pensando. No entendí
hasta una semana después a lo que aquel tal Jules se refería. Me lo explicó la
misma farmacéutica que lo atendió, porque mi curiosidad me llevó a preguntarle
sin más preámbulos.
Una farmacia no es el almacén de todos los productos
sanitarios habidos y por haber. Cada una vende las marcas de las casas y
laboratorios que trabaja. No puede abarcarlo todo, del mismo modo que Zara no
vende todas las colecciones de Inditex. Sin embargo, puede ofrecer el producto
al cliente con un margen que oscila ente la media jornada o el día completo y
en los casos más raros, la semana. Cuando el farmacéutico ofrece esta
posibilidad, se inicia una cadena de confianza con el cliente. Si este está
interesado, acepta que le encarguen lo que solicitó y debería recogerlo a
partir del plazo indicado.
Desgraciadamente, lo más habitual es pensar en uno mismo y
despreocuparse de los demás. Sí, exactamente, agarrar el brazo de quien te da
la mano con amabilidad. Así, muchos de los productos que se encargan acaban
ocupando los estantes de la vergüenza. Medicamentos caros que acaba pagando la
farmacia por el capricho de algún cliente que lo pidió por pedir, u otros tan
concretos que no suelen venderse si quien lo encargó no los recoge. Y ahí
permanecen, esperando, hasta que caducan.
No quiero decir que detrás de cada encargo haya una
intención despreocupada, ni tampoco así me lo dio a entender la farmacéutica,
pero que los medicamentos queden huérfanos ocurre. Y quizá pueda parecer una
tontería, pero detrás de ese “sí” del cliente, hay tiempo, dinero y problemas
ajenos; de quienes trabajan en el laboratorio, del transportista, del
farmacéutico y de sus familias. Porque a lo mejor ellos no tienen vacaciones,
pero atienden con una sonrisa. O están cansados, pero mantienen el buen humor. Tal vez
sienten que nadie les escucha, pero ayudan a quienes acuden a ellos. Porque quizá, ¿lo has pensado?, tratan de darte lo mejor de sí cuando se les
almacenan los medicamentos en los estantes de la vergüenza.