Una
vez conocí a una niña que soñaba con comprar el pan. Vivía en
unos apartamentos pequeños, al final de una de las calles más
concurridas de Pamplona, y todas las mañanas se detenía en el
escaparate de la panadería, cerraba los ojos para oler el pan recién
hecho e imaginaba que lo comía ella, hundiendo sus dientes en una
masa que crujiría y le quitaría el hambre.
Sus
tíos, que la habían acogido durante un tiempo, no tenían la
costumbre de comprar pan y tampoco le dejaban monedas para que las
gastase. ¿Qué iba a importar lo que protestase una jovencita de
trece años? Necesitaban el dinero para otra cosa, decían. Y eso era
suficiente.
De
modo que ella se tenía que contentar con permanecer al otro lado del
cristal. Y estaban ahí las montañas de baguettes y bollitos, tan
cerca, a unos centímetros que no eran nada. A veces se apoyaba en el
escaparate y permanecía hasta que el vaho le nublaba la vista y
dejaba de ver los panes. Pero esos momentos de deleite se los
reservaba para cuando caminaba sola, pues, de otro modo, su tía la
arrebataba de un golpe y le gritaba que parecía que no la
alimentaban bien.
En
el barrio, la historia de la niña la conocían todos y no se
extrañaban si la veían pegada al cristal con los ojos cerrados.
Algunos vecinos habían tratado de prestarle dinero, o incluso de
regalarle una barra de pan, pero ella lo rechazaba con cortesía y
aseguraba que todo estaba bien. “Mis tíos me tienen preparado un buen banquete
para cuando regrese a casa –acostumbraba a contestar–. Muchas gracias de todas formas”.
Era
la niña del pan, porque en
realidad nadie sabía su nombre. Era la niña de la melena castaña,
la mirada risueña, las piernas de alambre y las manos vacías. Y la
saludaban, porque ella siempre se anticipaba con un generoso “buenos
días”. No sabían nada de ella, nada de su pasado ni de su
familia, pero la
querían. Por eso, el día que entró en la panadería con el puño
cerrado y el nerviosismo agitándole el pulso, y dijo: “Deme
una barra de pan, por favor”, a la dependienta se le enrojecieron
los ojos y le entregó la baguette más bonita y caliente que habían
horneado aquella mañana.
–Aquí
tienes, querida, son noventa céntimos.
–Tome,
muchas gracias –murmuró la niña sin apenas voz.
Abrazó la barra y caminó hacia la
salida, pero la dependienta la detuvo.
–Querida...
La joven se volvió, repasando
mentalmente las cuentas. Le había dado todo correcto... ¿o se
había equivocado y le había pagado menos? Se sonrojó y empezó a
rebuscar en el abrigo, pero la mujer habló antes de que comprobara nada.
–Querida...
Me alegro de conocerte –dijo.
La niña sonrió, aliviada de no
haberse equivocado, y supo que aquella mujer lo decía de verdad.
–Yo
también –reconoció–. Ahora apoyo a mis primos con los deberes de
francés... y ahorro lo que gano. Y tengo más... para otros días.
Aquella mañana el barrio pareció
más alegre y no se habló de otra cosa. La niña del pan era feliz.
Es tierno y precioso,me ha emocionado.Espero cada vez que abro este espacio ,encontrarme algo tan bonito.Gracias princesa Pepi
ResponderEliminarSeguro que este mes escribo mucho más. Cuantas más cosas tengo que hacer, más necesito escribir... Gracias a ti.
EliminarMe parece una historia muy bonita,mañana la leerán tus primos a ver qué opinan...
ResponderEliminarBesos de todos.
Espero que les haya gustado. Cuando crezcan, van a ser grandes lectores. Un beso a todos.
EliminarHola Blanca, he descubierto por casualidad este blog y quiero que sepas que tienes un admirador. Me han encantado esta historia y todas las demás. Me parece que tienes muchísimo talento.
ResponderEliminarPor cierto, viendo tu foto me he dado cuenta de que voy a clase contigo en dos asignaturas este año, en la unav. No nos conocemos personalmente, pero creo que a través de tus historias voy conociéndote poco a poco. Quizás algún día nos conozcamos personalmente. Sigue así y no dejes nunca de escribir.
Muchas gracias, y me alegro que te hayan gustado las historias. Espero que nos conozcamos, sí. Ya se acaban las clases, pero acércate un día y hablamos.
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