El
vacío era abrumador. Entré sobrecogido en la habitación, pero ni siquiera
quedaba la lamparita bajo la que leía a los grandes, porque “yo no leo
cualquier cosa, a mí no me des un libro de esos que tiene todo el mundo”. Mira
que era cabezota. “¿Acaso Jane Eyre no lo fue?”. Sacudía la mano para quitarle
importancia. Tenía la costumbre de vivir leyendo: ordenaba el cuarto leyendo,
cocinaba leyendo, paseaba leyendo; y eso fue lo que me atrapó.
Poco
después de casarnos me di cuenta de que o aprendía su lenguaje, o estábamos
condenados a un matrimonio infeliz. Vamos, era de cajón, porque ella solo
hablaba de literatura y yo solo lo hacía del tiempo, o de lo caro que se había
puesto el café, o de lo lento que crecían los limones… O, yo qué sé, de la
pobre señora que había perdido al marido y al hijo. Pero a ella esas cosas no
le interesaban para una conversación. No es que lo hubiera dicho, es que
exhibía esa media sonrisa complaciente que me hacía sentir vulgar.
“¿Lo
tienes todo?”, mi hijo me puso la mano en la espalda. Lo cierto es que ya no
tenía nada. En aquel dormitorio no quedaban ecos. Caminé con pequeños pasos
hasta la cocina y agarré la chaqueta negra. La gorra a la cabeza, el pañuelo en
el bolsillo. “¿Nos dará tiempo a atravesar la frontera?”, preguntó mi otro
hijo, el de los hoyuelos de su madre. Nos marchamos sin cerrar las persianas,
sin apagar la luz del salón. Atrás
quedaban los libros, todos sus libros; quizá con ellos, que no eran cualquier
cosa, tendrían más compasión.
También publicado en el Correo de Andalucía