Lo
vi en el fondo de sus ojos y luego lo escuché en su voz. Sonaba como una
garganta de cuerdas desgarradas. Una por una se alargaban, como si fueran
chicle, hasta que terminaban por romperse. Zas. Un latigazo mientras yo
apretaba los dientes. No necesitaba palabras para saberlo. En lo profundo de
sus pupilas estaba yo: la cabeza gacha, los labios apretados, la marca de dolor
entre las cejas.
Solo
me quedaba aceptar que se había roto la confianza. Esta vez no era un rasguño,
ni una grieta que pudiera arreglar un parche. La realidad es que hacía frío y
estaba oscuro. Negrísimo. Tan negro que se sobrecogía el corazón por miedo a
que lo mordieran. Y de golpe dos haces. Uno le enfocaba a ella y otro a mí.
Nadie habría sido capaz de moverse, porque la luz era tan brillante que te
creías congelado.
¿Sabes
cuando caes sobre la nieve y el hielo te entumece? Después de una carrera, o de
lanzar bolas, o de lo que quieras que te acelere la respiración. Hay un
instante en que el cansancio te seduce y no parece tan horrible dormirse para
siempre. De ese modo, con los ojos cerrados y los mofletes rojos, esperé la
muerte.
Pero
no vino. La oscuridad era cerrada, salvo las dos rayas blancas, y en tu lado
solo veía ese fondo de ojo. Me faltaba el aire. Tampoco podía llorar. “¿Por qué
no acaba, por qué no me libera?”, pensé, al tiempo que mi mente se engullía a
sí misma. No soportaba mirar la decepción de forma tan directa, pero ya daba
igual que bajase la cabeza. La tenía dentro de mí. De su mirada había saltado a
mi cuerpo.