Un
hombre que se desplazaba en silla de ruedas me dijo que prefería
quedarse en casa a tener que enfrentarse a todos los obstáculos de
la calle, porque allí se sentía aún más limitado que entre las
paredes viejas de su piso. En aquel momento pensé que le faltaba
ilusión, me pareció que prefería adormilarse lo que le quedaba de
vida que disfrutarla en la medida de sus posibilidades.
No
fue hasta que me quedé clavada en una pierna cuando entendí lo que
supone el hecho de no poder andar. De repente los
caminos se te hacen más largos y te sientes vulnerable.
'No
andar' no es sólo 'no andar', también es 'madrugar para llegar
temprano a los sitios, porque te cuesta el doble las actividades
cotidianas', 'sentir que sólo te quedan la mitad de buenos amigos de
los que pensabas' y 'luchar cada desplazamiento porque contigo van un
par de muletas o una silla de ruedas'.
Aquel
hombre me dijo que ya no viajaba, o que intentaba hacerlo lo menos
posible. Me apenó que sus piernas dormidas le frustrasen los sueños.
A veces sólo se entienden las cosas cuando las sufres (otras veces no). Pero, ¡qué importante es la empatía!
Fotografía: Rob |
A veces sólo se entienden las cosas cuando las sufres (otras veces no). Pero, ¡qué importante es la empatía!
Me
pasearon por la sala de espera de la estación en busca de un asiento
libre. La situación era cuanto menos curiosa: una joven con dos
maletas sobre el regazo (que le alcanzaban la altura de los hombros)
en una silla que empujaba una mujer del servicio de ayuda a personas
con discapacidad (quedaba claro en su chaleco) que, a la vez que
tiraba de su peso, arrastraba otra maleta con la mano derecha.
Los
pasajeros observaban las idas y venidas como si se tratase de un
partido de tenis. Silla aquí, silla allá. Al fin, nos detuvimos
junto a una joven. ¡Un hueco entre todas aquellas personas que
volvían a casa por Navidad! La mujer que me atendía puso el freno y
dijo que me sentaría allí. Entonces, la chica que ocupaba el
asiento contiguo puso la mano y dijo: “Está ocupado”. No retiró
el brazo del hueco libre hasta que nos marchamos.
–Has
visto, ¿no? –me
dijo la mujer que me empujaba–. Todos te están viendo y nadie te
deja un sitio. Están viendo que no puedes andar y ninguno se mueve
para ayudarte.
Miré
mis piernas con vergüenza. ¿Qué podía contestar? Sólo agradecí
que mi situación fuera temporal.
Cuando
la maleta de alguien colisionaba con una de las ruedas, tiraban con
el ceño fruncido y se molestaban. Una señora, incluso, le dio un
empujón a la silla cuando su chaqueta se quedó enganchada en uno de
los manillares y me miró con enfado porque quería alcanzar pronto
la puerta de embarque.
Cerca
de la sala preferente encontramos un asiento libre.
Cuando
me quedé sola, el chico que tenía al lado se quitó los
auriculares.
–¿Qué
te pasa?
Me
sobresalté y le respondí que fue un accidente absurdo.
–¡Menos
mal! Te he visto y se me ha caído el mundo encima. He pensado: una
muchacha tan joven... Me moriría si no pudiera andar el resto de mi
vida. Tiene que ser tan difícil, insoportable. Si necesitas
cualquier cosa, dime. Cualquier cosa, yo te ayudo.
Me
esforcé en que no se me desencajase la mandíbula por el asombro.
No
pude evitar escuchar la conversación de aquel chico, que tenía un
año menos que yo, con la joven que tenía a su otro lado. Era
militar de la brigada paracaidista. Le contó que en su sueldo se
contemplaba un plus por peligrosidad, porque en cualquier caída
podían perder las piernas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario