¿Te atreves a soñar?

lunes, 17 de diciembre de 2012

Hay Navidad


En la Navidad se reúnen todos los buenos deseos. Paz, esperanza, amor... Y tratamos de ser un poco más felices. Hacemos compras, nos permitimos caprichos, nos volvemos más amables, más permisivos, más tolerantes. Incluso nuestro reflejo de las mañanas parece más simpático.
¡Feliz Navidad!
Y nos abrazamos. Tenemos buenos deseos para todo el mundo; también para aquella persona que nos cruzamos cada día y con la que nunca intercambiamos una palabra. Pero es Navidad. Es Navidad y el mundo es más agradable.
Las calles heladas parecen cálidas con los brillos de los escaparates. Hay árboles recargados con espumillón dorado, plateado, bolas rojas, azules, amarillas... Las ciudades parecen disfrazarse de diosas, tan bellas, tan ricas, tan abundantes. Y en los comercios cantan villancicos. Voces de ángeles con alas de cartón.
Ya no miramos con compasión a los vagabundos y a los mendigos, sino que lo hacemos como hermanos.
Somos buenos.
Somos generosos.
Somos felices.
Compramos turrón, bombones, bizcochos, pasteles... No importa el peso. Da igual si engordamos, porque es Navidad.
Elegimos los regalos más voluminosos y todo nos parece poco. Queremos hacer felices a nuestras familias y amigos, así que seguimos comprando, aunque a cambio tengamos que renunciar a otras cosas. ¿Compramos la felicidad?
La felicidad está en el amor y el amor está en lo que permanece.
Hay Navidad cuando abrimos los brazos con sinceridad, cuando ofrecemos nuestro tiempo a quienes lo necesitan, cuando creemos que somos valientes y que podemos hacer el bien, cuando nos estremecemos con una risa, una mirada o un canto. Hay Navidad cuando decidimos remendar nuestros errores y comenzar desde el principio.
Podemos ser buenos.
Podemos ser generosos.
Somos capaces de ser felices.
Los regalos son muestras de nuestro amor, pero la materia no es el eje. No hay más amor por cantidad de regalos. No se trata de gastar, sino de estar juntos.
Hay que confiar, alentar al que quiere rendirse, ayudar, perdonar y observar la vida con los ojos del respeto y la comprensión.
La Navidad no debe escaparse con los árboles, las estrellas y los villancicos.
Navidad es querer amarse.
Es darse otra oportunidad.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Sin espacio ni tiempo


Hay veces que ocurre... Las semanas dejan de tener días, y los días olvidan las horas. Y no hay minutos, ni fechas, ni tiempo. Los contornos de la realidad se difuminan, como si solo fuesen terrones de azúcar en el café. Y te asustas, porque pierdes la referencia de lo establecido y sabes que te ha engullido algún nubarrón de tormenta.


martes, 27 de noviembre de 2012

Cuando se acerca diciembre

Te escucho. Sí, escucho cómo te revuelves y cómo resbalas y cómo salpicas al tropezar. Escucho tu grito sumiso cuando te partes y te traga la tierra. Te despide un coro monótono de lluvia y el palpitar de las hojas que has besado. Pero la gente corre con las manos en la cabeza y los pensamientos en otra parte. Chapotean y se alejan, y se acercan otros que se van.
Escucho cómo burbujean las entrañas de la tierra, por debajo de todo ese verde brillante, y al caracol que se recoge y a la hormiga que desaparece detrás de la araña.
El viento barre la alfombra roja del otoño y los primeros copos de aguanieve velan las ramas desnudas de los árboles. Las aves se sacuden el frío y se arrebujan en los nidos que pronto quedarán vacíos.
Y huele a castañas y a invierno, porque siempre huele de ese modo cuando se acerca diciembre.

domingo, 18 de noviembre de 2012

La niña del pan


Una vez conocí a una niña que soñaba con comprar el pan. Vivía en unos apartamentos pequeños, al final de una de las calles más concurridas de Pamplona, y todas las mañanas se detenía en el escaparate de la panadería, cerraba los ojos para oler el pan recién hecho e imaginaba que lo comía ella, hundiendo sus dientes en una masa que crujiría y le quitaría el hambre.
Sus tíos, que la habían acogido durante un tiempo, no tenían la costumbre de comprar pan y tampoco le dejaban monedas para que las gastase. ¿Qué iba a importar lo que protestase una jovencita de trece años? Necesitaban el dinero para otra cosa, decían. Y eso era suficiente.
De modo que ella se tenía que contentar con permanecer al otro lado del cristal. Y estaban ahí las montañas de baguettes y bollitos, tan cerca, a unos centímetros que no eran nada. A veces se apoyaba en el escaparate y permanecía hasta que el vaho le nublaba la vista y dejaba de ver los panes. Pero esos momentos de deleite se los reservaba para cuando caminaba sola, pues, de otro modo, su tía la arrebataba de un golpe y le gritaba que parecía que no la alimentaban bien.
En el barrio, la historia de la niña la conocían todos y no se extrañaban si la veían pegada al cristal con los ojos cerrados. Algunos vecinos habían tratado de prestarle dinero, o incluso de regalarle una barra de pan, pero ella lo rechazaba con cortesía y aseguraba que todo estaba bien. “Mis tíos me tienen preparado un buen banquete para cuando regrese a casa acostumbraba a contestar. Muchas gracias de todas formas”.
Era la niña del pan, porque en realidad nadie sabía su nombre. Era la niña de la melena castaña, la mirada risueña, las piernas de alambre y las manos vacías. Y la saludaban, porque ella siempre se anticipaba con un generoso “buenos días”. No sabían nada de ella, nada de su pasado ni de su familia, pero la querían. Por eso, el día que entró en la panadería con el puño cerrado y el nerviosismo agitándole el pulso, y dijo: “Deme una barra de pan, por favor”, a la dependienta se le enrojecieron los ojos y le entregó la baguette más bonita y caliente que habían horneado aquella mañana.
Aquí tienes, querida, son noventa céntimos.
Tome, muchas gracias –murmuró la niña sin apenas voz.
Abrazó la barra y caminó hacia la salida, pero la dependienta la detuvo.
Querida...
La joven se volvió, repasando mentalmente las cuentas. Le había dado todo correcto... ¿o se había equivocado y le había pagado menos? Se sonrojó y empezó a rebuscar en el abrigo, pero la mujer habló antes de que comprobara nada.
Querida... Me alegro de conocerte –dijo.
La niña sonrió, aliviada de no haberse equivocado, y supo que aquella mujer lo decía de verdad.
Yo también reconoció. Ahora apoyo a mis primos con los deberes de francés... y ahorro lo que gano. Y tengo más... para otros días.
Aquella mañana el barrio pareció más alegre y no se habló de otra cosa. La niña del pan era feliz.

jueves, 18 de octubre de 2012

El espejo del alma


Daniela se encogió en el sofá con su mejilla colorada sobre el cojín, disimuló un bostezo e insistió.
¿Has terminado ya?
Pero Mario seguía concentrado, con el pincel goteando colores sobre el mármol y el sudor perlando su espalda.
De nuevo su pregunta la contestó el silencio.
El calor pesaba sobre ellos, como el olor a aguarrás y a óleo húmedo. Daniela tenía todo esos olores en la nariz y estornudaba. Consultó el reloj de pared, que golpeaba los segundos con un tic-tac grave, y se sorprendió de que fuesen las seis de la tarde. Empezaba a molestarle el estómago por el hambre y los músculos por la postura.
Mario... Ya es tarde –murmuró, sin atreverse a levantarse sin su permiso–. Déjalo para mañana.
No me queda mucho –replicó él sin detener el trazo.
Daniela suspiró y se consoló pensando que el retrato sería hermoso. La había vestido con un traje sencillo, que se ceñía bajo su busto y resbalaba en cascada hasta sus pies. Observó la mirada concentrada del pintor y se estremeció al descender hasta sus labios. No le había pasado inadvertida la ternura que derramaba sobre el cuadro. Y en el cuadro estaba ella. Se ruborizó, pero no dejó de buscarle su alma en los ojos.
Pasó una hora más hasta que Mario se alejó del lienzo con satisfacción. Daniela se había quedado dormida, pero la emoción de su amigo la despertó. Lo encontró con los ojos húmedos y riéndose para liberar la tensión. Se incorporó lentamente, sacudiendo sus miembros entumecidos, y se acercó al artista, que era incapaz de hablar. Recogió su melena oscura en una trenza rápida y esperó a que él voltease la obra. Pero Mario parecía haberla olvidado, porque le resultaba imposible apartar la mirada de su creación.
Daniela sonrió, cautivada por la felicidad de su amigo, y bordeó el caballete para contemplar el resultado.
¿Por qué soy rubia? –fue lo único que se atrevió a decir.
Aquella mirada dulce, aquellos labios traviesos, aquella melena brillante... Nada de aquel rostro era suyo.
Sintió el impulso de salpicar la pintura con el aguarrás, pero un vacío la tragó con toda su rabia. Se desnudó detrás del biombo y recuperó sus pantalones, su jersey y su bufanda.
Voy a comer algo –dijo, aunque ya no tenía hambre.



The mirrow of the soul


Daniela curled herself up on the couch, with her rosy cheek on the cushion, concealed a yawn and insisted, “Have you finished yet?”
But Mario remained focused, with his brush dripping colors on the marble and drops of sweat beading his back.
Again, her question was answered by silence.
The heat weighed over them, like the smell of turpentine and wet oil. Daniela had all of these scents inside her nose and was sneezing. She eyed the clock on the wall, which was striking the seconds with a deep tic-tac, and was surprised to see that it was already 6 PM. She suddenly became aware of how hungry she was, and her muscles were starting to ache from remaining in the same position for so long.
“Mario… it’s really late,” she murmured, not daring to get up without his permission, “Leave it for tomorrow.”
“I’m almost done,” he responded, without disturbing his stroke.
Daniela sighed and consoled herself in the thought that the portrait would be beautiful. He had dressed her in a simple dress that tightened under her bust and slid cascade-like to her feet. She observed the concentrated look of the painter and shuddered as she lowered her gaze to his lips. She hadn’t ignored the tenderness he was spilling onto the painting. And she was inside that painting. She blushed, but didn’t stop searching for his soul in his eyes.
Another hour went by before Mario stepped back from the canvas with a look of satisfaction. Daniela had fallen asleep, but her friend’s excitement woke her up. She found him with watery eyes and laughing to relieve his tension. Slowly, she lifted herself up, shaking her numb limbs, and approached the artist, who was incapable of speaking. She gathered her dark hair into a quick braid and waited for him to flip the canvas. But Mario seemed to have forgotten about her, because he was seemingly unable to turn away from the painting.
Daniela smiled, captivated by her friend’s happiness, and skirted the easel to contemplate the result.
“Why am I blond?” was the only thing she dared to say.
That sweet gaze, those mischievous lips, that luscious hair… Nothing about that face was hers.
She felt the impulse to splash the painting with the turpentine, but a sudden emptiness swallowed her rage. She undressed behind the folding screen and recovered her pants, sweater and scarf.
“I'm going to go grab a bite,” she said, although she was no longer hungry.


Traducido por: Carolina Rodríguez García

sábado, 6 de octubre de 2012

El atrapasueños


Grafito y carboncillo (2012)

Quien cree en la magia, la encuentra siempre. Yo he recuperado una sensación preciosa al retomar la pintura. Nunca la dejé, en realidad, pero mientras estudio encuentro poco tiempo. Por eso, haberme detenido unos días  en los trazos de este rostro, me han devuelto una alegría especial. Cuando te vuelcas en tu pasión, no importa qué esté pasando a tu alrededor, porque estás siendo feliz. Y lo importante es eso, ¿no? ¿No es lo que buscamos todos? La felicidad se compone de detalles, de instantes, de una mirada, de una sonrisa, de un gesto... Y lo más bonito es que esos momentos te sorprenden cuando menos te lo esperas. 

Os guste más o menos Mago de Oz, no dejéis de ser atrapasueños de vuestras propias ilusiones y luchad por hacerlas realidad.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Una epidemia que pasa inadvertida



Sospechad si algún amigo os quiere regalar un iPhone, un Smartphone o cualquier otro dispositivo móvil con posibilidad de conectarse a Internet. Tal vez su intención no sea tan bondadosa, y lo que realmente pretenda es deshacerse de ti.
Cada vez encuentro más urgente referirme a este tema, porque por él se rompen muchas relaciones. Ya saben que la tecnología es poder, pero un poder que, si no aprendemos a controlarlo, puede llegar a acabar con nosotros.
Hacía días que hablaba con la pared. Una pared que respiraba, que tenía ojos y boca, y pensaba y oía, porque ya no escucha. Pensaba con el mecanismo de la red, un reloj de mensajes, luces y sonidos, y sonreía con los labios de un reloj. Ya le advertí que escribiría de él, y se rió. Ya le aseguré que no diría nada que le gustase, pero no sé si realmente me creyó.
Lo cierto es que no sé cuándo empezó esta epidemia, porque pasa inadvertida, ni cuándo le hizo enfermar a mi amigo, pero recibí su oleada con dureza cuando él empezó a hablar con la máquina delante de mí. Empezó a depender de ese “mundo secundario” y sus conversaciones conmigo llegaron a reducirse a monosílabos.
Apenas comienza con un brote, inducido por la curiosidad o el aburrimiento, y acaba atrapándote en la red de la araña virtual que es Internet. Al principio es un juego divertido, ademas de útil. Escribes un mensaje y te contestan al poco tiempo. No hay distancias, no hay frenos, no necesitas esfuerzo, ni actividad física, no hace falta desactivar la pereza, no hace falta poner una buena cara. Estás “ahí”, en un sitio que no ve nadie, pero donde todos te sienten y pueden comunicarse contigo. Es el juego del poder, porque controlas tu entorno. Pero si dejas que se desate, te engulle. No tiene piedad, porque no tiene alma ni corazón. Y te persigue, no puedes deshacerte de él porque va contigo, en el bolsillo, en la mochila, en el bolso... Eres tú quien lo hace parte de ti. Eres tú quien lo libera o lo reprime. Quizá ni siquiera sea una elección consciente, pero ocurre.
El “pasas de mí” se convirtió en la frase del mes. No había momento en el que no se lo dijera a mi amigo. Él sonreía y decía que no. A veces era suficiente para que dejase de navegar con el móvil, otras apenas se inmutaba. Pero, fuese como fuese, esta última semana tengo que reconocer que hizo un gran esfuerzo y mejoró. Aunque aún se sienta incompleto si no consulta cada media hora el móvil, ha entendido que esa actitud es molesta. O, por lo menos, espero que lo haya hecho.
¿Os gustaría estar hablando con alguien que sólo tiene ojos, boca y pensamiento para Internet? A mí, desde luego que no.

lunes, 17 de septiembre de 2012

La "femme fatale"


¿Alguna vez os habéis asomado a la calle en ropa interior?
Al terminar de comer, me senté en mi mesa de estudio y encendí el ordenador para revisar el correo. Hacía calor y decidí abrir las ventanas para que se revolviese el aire entre el pasillo y mi habitación. El edificio de enfrente queda muy cerca del mío y las ventanas de los vecinos bien podrían ser pequeños televisores desde la mía (Es lo que tiene cambiar la quietud de un parque por el bullicio de la ciudad despierta). De modo que aquel cuerpo semidesnudo no me pasó desapercibido. Al principio no creí que fuera posible. Llamé a una amiga, cuya ventana asomaba a esa calle, y le dirigí la mirada hacia el mismo lugar. Con sorpresa, tuvimos que admitir que era una chica en ropa interior.
Con los brazos acostados sobre la baranda y el cuello erguido, contemplaba el ajetreo de la calle. Sólo le faltaba un cigarro alargado y humeante, los labios rojos y un decorado nocturno para resultar la “femme fatale” de cualquier película de suspense.
Permaneció más de una hora en la misma postura, mientras el cielo celeste de la mañana se diluía en grises. Parecía querer dominar la calle con su figura, imperturbable ante las miradas de los curiosos.
Yo me había encerrado a leer unos documentos con la cortina echada –no me gustaba sentirla atenta a cuanto pasaba a su alrededor, que me incluía a mí–, y por eso me sorprendí al abrir de nuevo y encontrarla en el mismo lugar y con la misma poca ropa. En ese momento entró en la casa. Volvió al poco tiempo, con el pelo mojado y envuelta en un albornoz amarillo resplandeciente. Se recostó en la barandilla, columpió su brazo derecho y le devolvió al asfalto su mirada aburrida. Así permaneció el resto de la tarde.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Confidencias


La botella se hizo añicos y regó la alfombra. Diana la esquivó con fortuna y empujó a Pablo, que trató de sostenerla en desequilibrio. Cristina, que había visto el accidente corrió en busca de la fregona, mientras los demás invitados saltaban cerca de los altavoces sin darse cuenta.
–¿Estás bien? –Pablo la apartó para inspeccionar su tobillo–. Te has hecho algunos cortes superficiales, ¿quieres que los desinfecte?
–Ah, no, no, déjalo. No importa.
Diana limpió la sangre con una servilleta de papel y sonrió, nerviosa. Llevaba días escuchando las confesiones llorosas de Cristina y no sabía cómo comportarse con él. Había escuchado que Pablo tenía intención de apartarse del grupo de amigos y que había acudido a la fiesta en contra de su voluntad.
Él, incómodo por el silencio, se frotó las manos y desvió la vista, hasta que Diana le obligó a mirarla.
–¿Qué te pasa, Pablo?
–¿De qué?
–Ya sabes por qué te pregunto.
–Si te refieres a Cristina...
Diana suspiró.
–¿Por qué te has enfadado con nosotros?
Él se crispó, y por un momento dio la impresión de que vomitaría todos sus tormentos, pero acabó cerrando la boca. Su mirada se había incendiado y Diana temió que se marchase. Se acercó y lo agarró por la muñeca.
–Pablo... puedes decírmelo.
Diana lo abrazó al notar que su cercanía lo relajaba.
–Escuché una cosa que no debía saber –confesó, buscando a Sofía con la mirada–, y no me gustó nada.
–¿Y qué fue?
–Que Tomás y...
Cristina llegó con la fregona y el cubo y los interrumpió con la excusa de limpiar el desastre. Pablo recogió los cristales en silencio y apartó a las chicas para prevenir otro corte. Cristina empezó a hablar sobre sus parejas de baile y a describir a cada uno de ellos con detalle.
–¡Cuánto te tengo que contar! –aseguró, emocionada–. Vayamos a la cocina, aquí hay mucho ruido.
Arrastró a Diana y cerró la puerta, satisfecha de mantener a Pablo al margen, como ella quedaba cuando en la universidad la despedía con cualquier excusa.
Pablo recogió los cristales y lo dejó todo en la entrada. No tenía sentido permanecer allí por más tiempo. En la fiesta compartían carcajadas y él no estaba de humor. Le lanzó un saludo de despedida a Sofía, que lo había seguido con la mirada, y salió a la calle. Empezaba a convencerse de que solo estaba mejor.
Empujó la verja oxidada del jardín y echó a andar calle abajo. Un grito lo detuvo. Se giró y distinguió una sombra que corría por el asfalto, agitando los brazos. Se sorprendió al reconocer a Diana.
–No me hagas correr –protestó al alcanzarle–. ¡Con este vestido y los tacones resulta prácticamente imposible!
Le empujó con cariño, atragantada por la carrera.
–¿Por qué has salido? Estabas con Cristina...
–Ella no me necesitaba.
Se sonrieron en silencio, vigilados por la luna.
–¿Vuelves a casa? –preguntó Diana.
Pablo se encogió de hombros.
–Creo que es mejor que me vaya –reconoció–. Aquí no tengo nada que hacer.
Diana soltó una risa irónica y le cogió por el brazo.
–Antes me cuentas lo que estabas a punto de confesarme. No es justo que me dejes con la curiosidad sembrada.
Él asintió. Si se lo preguntaba a ella, podría quedar zanjada esa incertidumbre tan molesta. La abordó por los hombros y se aventuró. Si ella se negaba a responderle, no habría perdido nada.
–¿Estás saliendo con Tomás?
La pregunta lo aplastó y su voz sonó débil, pero mantuvo la mirada sorprendida de su amiga. Ella titubeó, asustada, e intentó alejarse unos pocos pasos.
–¿Es eso? –lamentó Diana.
–Es eso, sí.
–Pablo... Estás celoso.
Pablo hizo un gesto disgustado.
–¿Y qué le voy a hacer? Tomás está saliendo contigo y a mí me gustas.
Diana negó, con el llanto en la garganta.
–No, te equivocas. No te rechazo por él. Tomás y yo sólo somos amigos, aunque Fernando asegure constantemente que hay algo más. Es... bueno, ya sabes, no puedo.
–¿Entonces? Ahora soy yo quien no entiende nada.
–Cristina te quiere tanto... –Diana rompió a llorar–. No puedo hacerle daño.
Pablo no protestó. Después de contemplarla durante unos instantes, abrió los brazos para acogerla. Le bastaba ese abrazo y sus lágrimas confidentes. Había estado equivocado, porque con esa intimidad era feliz. La soledad no conducía a ninguna parte, aunque la desesperación hubiese tratado convencerlo.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

En otro corazón



Cuando acababa el verano, se iban con él los sabores más dulces. Se acababan las risas del mar, las sandías en la playa, los helados de turrón y almendras, el chocolate derretido por el calor, el abrazo del sol... Se volvía a congelar la infancia, y se sucedían las prisas, los acelerones y el estrés. Se mudaba el armario por prendas algo más sofisticadas y los vestidos de tirantes se apretaban en el baúl de la ropa de uso ocasional.
Cristina aseguró su bolso al hombro y salió del portal. Hacía una mañana fría, aunque aún comenzase Septiembre, y tuvo que enroscarse al cuello un pañuelo largo que la abrigase. Se cruzó con Pablo al final de la avenida, como calculaba desde sus años de instituto, y continuó el trayecto arrancándole palabras perezosas.
La melena rubia de Pablo se erizaba sobre sus hombros como las olas del mar sobre las rocas. Todo en él era océano. Sus ojos marinos, sus labios salados, su pelo dorado, su cuerpo emborrachado de sol y sus piernas fuertes, eran la personificación más perfecta del mar. En la universidad era reclamo de miradas indiscretas y comentarios atrevidos, pero él simulaba no darse cuenta. No le gustaba encabezar la lista de “los solteros más cotizados”. Por eso, quizá, no desmentía los rumores de que Cristina y él salían juntos. No era ella con quien soñaba las horas muertas y los días tristes, pero de ese modo evitaba debates apasionados entre sus admiradoras.
Cristina intentó arañar sus recuerdos.
–¿Verdad que fue divertido este verano?
–Sí, no estuvo mal.
Y silencio, de nuevo.
Se aproximaban a la entrada de la facultad y el reguero de alumnos los cercaban por todos los frentes. Se mantuvieron juntos, brazo con brazo, con miedo a despegarse antes de acceder al edificio.
Cristina saludó a sus amigos sin detenerse, justificándose con una mirada rápida a su acompañante, y comentó con Pablo la salida de la tarde.
–Acuérdate que la cena era a las nueve. Tomás cocinará esta vez y ha preparado una repostería impresionante... y una mesa de cócteles.
–Sí... –Pablo sonrió, con poco entusiasmo–. Aunque quizá ande ocupado, ya sabes.
–¡No se te ocurra faltar! Prometiste que vendrías. Diana me preguntó anoche por ti y Sofía y Fernando te apuntaron en la invitación. Además, hace mucho que no los ves.
–Sí, lo sé.
Se encogió de hombros, sin argumentos ni disculpas, y se despidió de Cristina como hacía siempre al alcanzar las escaleras de la cafetería.
–Tengo que desayunar antes de entrar en clase, lo siento. Nos vemos a la salida –y subió con grandes zancadas, en una huida evidente.
Cristina abrazó su carpeta y suspiró. Aunque se sabía observada, no retuvo las lágrimas. ¿Qué estaba ocurriendo? Porque había algo mal, eso era evidente. Desde los últimos días del viaje a casa de Pablo, su humor parecía arrastrarse por los suelos. Con desesperación, tecleó en su móvil un mensaje a Diana.

Convence tú a Pablo para la cena, a mí no me hace caso.

Mientras tanto, Pablo meditaba delante de la taza de café. El desayuno era su momento preferido, porque estaba solo y con la mente despierta.
En la taza, removía el azúcar y sus ganas de fiesta. Estaba atragantado de frustración. Había escuchado una conversación confidencial y el secreto le escocía el alma. Quizá Fernando estuviese equivocado y nada de lo que le había contado a Sofía era cierto. Pero, ¿cómo iba a saberlo, si todo parecía apuntar a que era acierto?
Aún le preocupó más pensar en Cristina. No estaba siendo del todo sincero con ella. Ya le había dejado claro otras veces que sólo eran buenos amigos. Era cierto que la amaba, pero de un modo distinto al que ella deseaba. Cristina estaba en su otro corazón, en el del día a día, en el de las risas, los buenos ratos, las anécdotas... En definitiva, en el corazón de su historia. Pero no podía pasar de ahí, aunque a veces le hubiese parecido lo más fácil.
Apuró el café y se levantó, al fin decidido. Si no descubría si las palabras de Fernando eran ciertas, no descansaría de atormentarse. Escribió a Cristina. No tenía mucho más que perder y, aunque no le atrajese la idea de reencontrarse con su dolor fantasma, por ella, asistiría a la cena.

                                                           - In another heart -



When the summer ended, its sweetest flavors ended with it. The sea’s laughter, the watermelons on the beach, the turron and almond ice cream, the chocolate melted by the heat, the sun’s warm hug… Childhood was freezing over again, and was being replaced by the hurries, the sprints, and the stress. The closet was moving to hold more sophisticated clothes, and the strappy dresses were being crammed into the trunk of occasional use clothing.
Cristina secured her purse to her shoulder and walked out of her doorway. It was a cold week, even though September had only just begun, and she had to coil a long handkerchief around her neck to keep her warm. She bumped into Pablo at the end of the avenue, as she had calculated since she was in high school, and continued the walk extracting lazy words from him.
Pablo’s blonde hair perked up over his shoulders like waves breaking over rocks. Everything about him was an ocean. His sea-blue eyes, his salty lips, his golden hair, his body drunk with sun, and his strong legs were the most perfect personification of the sea. In college, he was the subject of indiscreet looks and bold comments, but he pretended not to notice. He didn’t like to head the list of “Most Eligible Bachelors.” Which is why, perhaps, he never denied the rumors that he and Cristina were dating. She wasn’t the one he dreamed about on gloomy days, but that way he avoided passionate debates amongst his fans.
Cristina tried to scratch his memories, “Wasn’t this summer fun?”
“Yea, it wasn’t bad.” And again, silence.
They were nearing their college, and the rush of students was enclosing them from all sides. They remained together, arm-to-arm, afraid to separate before reaching the building.
Cristina said hi to her friends without stopping, justifying herself with a furtive look at her companion, and commented with Pablo on that afternoon’s outing. “Remember that dinner was at nine. Tomas will cook this time and he prepared an amazing dessert… and a cocktail table.”
“Yea…” Pablo smiled, with little enthusiasm, “although I might be busy, you know.”
“Don’t you dare miss it! You promised you’d come. Diana asked me about you last night and Sofia and Fernando put you down on the invite list. Besides, it’s been a while since you don’t see them.”
“Yea, I know,” he shrugged, without arguing or apologizing, and said goodbye to Cristina as he always did when they reached the stairs to the cafeteria. “I have to have breakfast before we go to class, I’m sorry. I’ll see you later.” And he went up the stairs with huge strides, very blatantly fleeing.
Cristina hugged her binder and sighed. Although she felt herself being watched, she couldn’t hold back the tears. What was happening? Because something was wrong, that was obvious. Ever since the last days of the trip to Pablo's house, her mood seemed to be dragging through the floor. She grabbed her cell phone and desperately typed a message to Diana.

You convince Pablo to go to dinner. He’s not listening to me.

Meanwhile, Pablo meditated in front of his coffee mug. Breakfast was his favorite time of the day, because he was alone and his mind was awake.
In his mug, he stirred the sugar and his willingness to party. He was choking with frustration. He had overheard a private conversation and the secret burned in his soul. Maybe Fernando was wrong and nothing that he had told Sofia was true. But why would it be, if everything seemed to be pointing to the fact that it was true?
He was even more worried when he thought about Cristina. He wasn’t being completely honest with her. He had already let her know on several occasions that they were only good friends. It was true that he loved her, but in a totally different way than what she hoped for. Cristina was in his other heart, the day-to-day one, the one with the laughs, the good times, the memories… Ultimately, in the heart of his history. And she couldn’t get out of it, even though at times it would have seemed like the easiest thing.
He finished his coffee and got up, finally making a decision. Until he found out if Fernando's words were true, he wouldn’t stop tormenting himself. He texted Cristina. He didn’t have much more to lose, and, even though the idea of reencountering his ghostly pain didn’t really appeal to him, he would go to the dinner.

Traducido por: Carolina Rodríguez García

miércoles, 1 de agosto de 2012

martes, 24 de julio de 2012

Mario, recién nacido.


Durante esta semana he estado dando vida a algunos de mis personajes. En esta entrada os presento a Mario, gran deportista y pintor.

martes, 17 de julio de 2012

¡A la aventura!

Aunque la calidad de la imagen no es demasiado buena, os he escaneado un dibujo que hice para todos los chicos y chicas que ahora están de campamento. 
¡Espero que no abandonéis nunca el espíritu de la aventura! Atreveros a descubrir los secretos de este mundo, que son muchos y muy variados (aunque a veces dejemos de verlos).

viernes, 6 de julio de 2012

Lo que hace el amor

Hay quienes me han preguntado, no sin cierta burla, que por qué escribo, por qué le dedico tanto tiempo a una actividad que no me llevará a ningún sitio, por qué me paso horas frente a una hoja en blanco para anotar unas cuantas líneas. Yo sólo les pregunto por qué han orientado su vida como lo han hecho: hacia la educación, los viajes, la moda, la medicina, la familia... hacia cualquier dedicación o trabajo.
Entonces, las respuestas son variadas:
“Porque era lo que me tocaba”, “Porque es lo que me gusta”, “Porque no encontré nada mejor”, “Porque necesitaba dinero”... Por un sinfín de motivos más o menos personales.
Y a mí me advierten lo mismo: “No creas que puedes vivir de la escritura. Sólo uno de 100 lo consiguen”.
Pues sí, no es sencillo. Hay que dedicarle muchas horas a la lectura, a la crítica, a la creación. Hay que saber escuchar y ser capaces de liberar a los personajes. Hay que creer que la imaginación tiene vida y ser consciente de la responsabilidad que conllevan tus palabras. Escribir no es salpicar de letras una hoja y decir lo primero que se te ocurre. Escribir es pensar, es sentir, es conversar, y requiere formación y talento.
Pero nada de lo que se hace con el corazón cae en saco vacío. Lo que inspira el amor, vale la pena.
No todas las buenas novelas se convierten en bestseller, y no todos los bestseller son buenas novelas, pero conseguir esa categoría no es lo primordial de la profesión de escritor. Es el hecho de que puedas ayudar a otras personas lo que le da sentido. Ayudar, o divertir, o recordar, o acompañar. Sin el lector, no termina de desatarse la magia de la creación.
Lo mismo ocurre con el resto de trabajos. No importa que digan que sólo uno de 100 logra realizar su sueño. Sí lo quieres, aprende a desarrollarlo. ¿Por qué tú no vas a ser ese uno? Un dibujante, un médico, un astronauta, un piloto, un dentista, un militar, un bombero, un repostero, un transportista, un empresario, un fotógrafo, un publicista, un investigador, un músico, un director de cine... Cualquiera que sea tu aspiración.
Será difícil, posiblemente, pero también será un camino agradecido. Es importante que, hagas lo que hagas, tengas presente al que te habla, para que puedas atenderle. Mira, abraza, escucha, acompaña y anima al que confíe en ti, porque te estará dando algo muy valioso, que es su cariño, pero también recibe al que no cree en ti, porque aprenderéis a superar vuestros propios límites.

domingo, 24 de junio de 2012

La noche de los deseos


Era una noche mágica. No sólo porque España había ganado a Francia en el partido de fútbol de la Eurocopa, que desató una cadena de pitidos y gritos de emoción a lo largo de la playa, sino por la fiesta que empezaba a congregar a familias y amigos en la orilla. Las fogatas se encendieron algo más tarde que otros años por el partido, pero eso sólo incrementó la expectación.
La arena estaba fría a las once de la noche y el mar, difuminado por la oscuridad, parecía terciopelo.
Las hogueras de la noche de San Juan se estremecían por la brisa. Con gran satisfacción, la gente lanzaba apuntes, periódicos viejos o libretas para avivar el fuego. Los niños más pequeños, que podrían contar con dos o tres años, se encerraban en construcciones de arena, levantando murallas de poca altura o torreones moldeados por cubos. Los más mayores, en cambio, se reunían alrededor de la fogata con cervezas y refrescos.
La ilusión de celebrar una noche como esa, en la que los deseos se lanzan al mar y la adrenalina se consume bailando, unía a los desconocidos, que compartían música y bebidas. Los mejores campamentos se organizaban con cintas rojas y blancas y trozos de madera, que delimitaban la zona de unos y otros. La bandera de España o las camisetas de la selección española de fútbol adornaban las construcciones improvisadas, y de vez en cuando algún aficionado lanzaba un grito eufórico por la victoria.
La iluminación la proporcionaban las hogueras y velas, pues las farolas del paseo marítimo no alcanzaban el mar. En consecuencia, la orilla se convertía en un baile de sombras palpitantes. Y lejos, como joyas del cielo, brillaban luces que nacían de algún punto de la playa. Parecían luciérnagas gigantes y naranjas o globos de fuego, y quedaban suspendidas en el aire, en un ascenso vibrante que acababa por apagarlas.
El humo, que cubría la orilla, teñía de grises la escena.
No era difícil conocer gente nueva, porque en noches mágicas no hay diferencias. Extranjeros y oriundos reían, bailaban, e intentaban conversar. Se mezclaban acentos e idiomas. Los gestos eran el lenguaje universal, y las frases compartían palabras españolas, inglesas, francesas y alemanas.
No importaba de dónde fueras, ni siquiera los franceses protestaban demasiado con su derrota. No importaba si tenías o no dinero, si partías la mañana próxima o continuabas algún tiempo más. No importaba si estabas solo o acompañado. Sólo importaba que estabas allí, junto al mar, en la fiesta de todos, quemando los malos momentos en la hoguera y hundiendo en el mar papeletas de esperanza, nuevos deseos. 

martes, 19 de junio de 2012

El primer compás del verano



El sol había despertado temprano, como Pablo había prometido, y bañaba toda la costa con tintes rosados, apresurándose sobre la cresta de las olas que rompían contra las rocas. La hierba estaba perlada de gotas de rocío y las gaviotas graznaban sobre las barcas. Había una quietud mágica en la mañana, partida únicamente por los gritos de los pescadores que arribaban con las redes, y por la radio, que la vecina encendía para cantarle coplas a la aurora.
Armonía era la palabra que mejor definía aquel saludo del sol.
Pablo ya estaba en la orilla, limpiando su tabla de surf, cuando los demás comenzaron a asomarse a la terraza. Vestía su traje de neopreno y se había recogido la melena en una coleta baja. Al verlos, aún entorpecidos por la somnolencia, agitó el brazo y dio un par de palmadas sobre su cabeza. Parecía ansioso de estrenar el mar.
Tomás engulló tres tostadas con chocolate y corrió a acompañarle, mientras que Fernando y las chicas prefirieron desayunar con calma en la mesa del porche. Hacía un día bastante bueno como para descuidar los detalles, y despejarse cerca de un acantilado, con el mar, el sol y una taza de leche fresca no era algo que disfrutasen a menudo.
–¿Cuándo llegarán los demás? –preguntó Diana, distraída con la abeja que zumbaba sobre la mermelada.
–Dentro de dos días. La fiesta de Pablo empezará en el crepúsculo y terminará al alba. Ya sabes, el desfase de fin de curso.
–Algo así oí.
–¿Y Pablo aún no sabe nada? –intervino Sofía.
–Piensa que celebraremos su cumpleaños los que estamos.
–Pues menuda sorpresa se va a llevar. Si con eso no se cae de la tabla de surf, no lo derriba ni un tiburón.
–Ya lo creo que no –rió Diana.
Los gritos emocionados de Pablo y Tomás llegaban desde la orilla. Se dictaban órdenes y reían a carcajadas cuando las olas precipitaban la caída del adversario.
Diana saltó de la silla, recogió todo lo que cupo en sus brazos y entró en la casa. Al poco, salió con la toalla sobre los hombros y descalza, y atravesó a grandes zancadas el bosquecillo de matas que lidiaba con la playa. Lanzó la toalla cerca de las de sus amigos y se desvistió con impaciencia.
El agua estaba fría y la mantuvo un buen rato en la orilla, con los tobillos sumergidos y la piel de gallina. Allí, el olor a salitre era mucho más fuerte y pegajoso. De vez en cuando, algunas algas se le adherían a la piel como tatuajes oscuros, y ella chapoteaba hasta despegarlos de sus pies.
Los pescadores deslizaban la barca hasta el mar y se enfrentaban al oleaje para trepar por ella. Llevaban los pantalones remangados y el torso desnudo, luciendo el color de la almendra tostada. Los más ancianos demostraban la misma vitalidad que los jóvenes, pues lo que no les daba el físico, se lo brindaba la experiencia. Establecieron en seguida el control y se organizaron, cada uno en su puesto y con sus funciones, y viraron mar adentro. Diana avanzó hacia la barca que partía, olvidando la baja temperatura del agua, y se despidió de ella cuando sólo era una pincelada gris en el gran azul.
Pero los pescadores acostumbran a partir de noche, y no entendía cuál era el motivo de que aquella lo hiciera de mañana. Pensó en preguntarle a Pablo, que conocía las costumbres de aquel pueblo costero, pero lo olvidó en cuanto escuchó su nombre.
–¡Eh, Diana! Vamos, mete la cabeza de una vez y vente con nosotros.
Diana se volvió con una sonrisa.
–Ya voy, esperadme.
–¿No traes una tabla? –gritó Pablo, sobre la suya.
–¿Yo? Tendrás que enseñarme si quieres que me atreva.
Aspiró hondo y se sumergió, conteniendo el impulso de salir corriendo. Cuando sacó la cabeza, sorprendió a Pablo muy cerca de ella. Se apartó el pelo de los ojos y tomó su mano para cabalgar con él sobre las olas.
–Tiremos a Tomás –propuso ella.
Desde el acantilado, Cristina escuchaba las risas como algo muy lejano. Recordaba los veranos en aquella casa de muros blanquecinos y puertas abiertas. Quedaba algo amargo en aquel paisaje tan hermoso, aunque esperaba con todas sus fuerzas que acabase desapareciendo después de tantos años.
                                                                           ***



The sun had awakened early, as Pablo had promised, and it was bathing the entire shore with rosy hues, hastily making it’s way to the crest of the waves that were crashing into the rocks. The grass was pearled with dewdrops and the seagulls were grazing over the boats. There was a magical stillness permeating the morning, broken only by the fishermen’s shouts as they arrived with their nets and by the radio that the neighbor tuned on to sing its verses to the dawn.
Harmony was the word that could best describe that greeting from the sun.
Pablo was already on the shore, cleaning his surfboard, when the rest began to come out to the terrace. He was wearing his neoprene suit and had his hair pulled back in a low ponytail. Upon seeing them, still a bit dazed from that night’s sleep, he waved his arm and clapped his hands over his head. He seemed anxious to jump into the ocean.
Thomas gulped down three pieces of toast with chocolate and ran to join him, while Fernando and the girls preferred to calmly eat their breakfast on the porch table. It was too nice of a day to disregard the small details, and relaxing by a cliff, with the sea, the sun, and a cup of fresh milk wasn’t something they could enjoy every day.
“When will the rest come?” asked Diana, absent-mindedly looking at a bee that was buzzing over the jam.
“In a couple of days. Pablo’s party will start at dusk and will finish at dawn. You know, the end-of-the-year madness.”
“Yea, I heard something like that.”
“And Pablo still doesn’t know anything?” intervened Sofia.
“He thinks it’ll just be us celebrating his birthday.”
“It’ll be a big surprise, then. If that doesn’t make him fall off his surf board, I don’t know what will!”
“You said it,” laughed Diana.
Pablo’s and Thomas’s excited cries reached them from the shore. They were dictating orders to each other and laughing hysterically when the waves caused the opponent to fall.
Diana jumped up, picked up everything she could carry and went inside the house. Shortly after, she came out barefoot with a towel over her shoulders and crossed the small forest of weeds that wrangled with the sandy beach in a couple of long strides. She dropped her towel by those of her friends and impatiently undressed herself.
The water was cold and kept her stranded on the shore for a while, with her ankles submerged and her hair standing on end. There, the smell of saltpeter was much stronger and stickier. Every once in a while, some algae would adhere to her skin like dark tattoos, and she would splash around until she managed to unstick them from her feet.
The fishermen slid their boats into the ocean and faced the waves, ready to climb over them. Their pants were rolled and their torsos were bare, showing off their almond-colored skin. The older ones demonstrated the same vitality as the younger ones, for what they lacked in physical strength they made up in experience. They immediately established control and organized themselves, each with a specific position and assignment, and turned towards the ocean. Diana walked in the direction of the departing boat, forgetting the low temperature of the water, and only waved it goodbye when it was a grey brushstroke in the great blue ocean.
But the fishermen’s boats usually leave at night, and she didn’t understand why that particular one was doing so in the morning. She thought of asking Pablo, who knew more about the customs of that coastal town, but she forgot to as soon as she heard her name, “Hey, Diana! Come on, put your head in already and join us.”
Diana turned with a smile, “I’m coming, wait for me.”
“Aren’t you bringing a board?” shouted Pablo from his.
“Me? You’ll have to teach me if you want me to even try.” She took a deep breath and submerged herself, containing the urge to run out of the water. When she popped back out, she surprised Pablo standing right next to her. Brushing her hair from her face, she took his hand to ride the waves with him.
“Let’s throw Thomas from his board,” she suggested.
From the cliff, Cristina listened to their laughter like a faint noise in the distance. She remembered the summers in that house with the white walls and the open doors. Something bitter remained in the scenic landscape, although she hoped with all her heart that it would eventually disappear after all those years.

                                  Texto traducido por: Carolina Rodríguez García.

domingo, 17 de junio de 2012

Far away


Ilustración por Blanca Rodríguez G-Guillamón
a partir del original de Victoria Francés.

Técnica: Pastel.
Fecha: 2007

jueves, 7 de junio de 2012

Falling in love


Diana lanzó un papel por la ventanilla del coche y se apresuró a cerrarla. Envuelta en la misma atmósfera musical de sus compañeros, pasó su brazo por encima del que tenía a su derecha.
Falling in love with you... –cantó.
No importaba que desafinase.
Falling in love with you... –acompañó medio segundo después Tomás.
El resto se reía, poseídos por la embriaguez de la felicidad.
Llevaban toda la mañana bordeando la costa. Incluso habían visto desperezarse al sol, con su gloriosa corona de luz que teñía el mar.
Hacía calor. Según el termómetro, 32º fuera. Aunque abrir las ventanas había sido la primera opción, el ruido del viento no les dejaba escuchar la música, ni conversar de otro modo que no fuera a gritos.
¡Adoro la playa! –exclamó Diana, abriendo los brazos hasta rozar a Cristina, que se encontraba en la ventanilla contraria–. Por fin, por fin, por fin. Qué ganas tenía de que empezase el verano.
Con su ilusión, contagiaba al resto.
Falling in love... –repitió.
Mirad, ya se ven los acantilados de los que habló Pablo –dijo Cristina, empujándose contra sus compañeros de los asientos de atrás–. ¡Hemos llegado!
La reacción fue inmediata. Menos Fernando, que conducía, empezaron a aplaudir con vehemencia.
¿Quién llevaba el regalo para Pablo?
Diana.
¿Yo?
Cristina se giró, apartándose el cinturón, para mirar por la ventanilla de atrás.
Diana, ¿qué fue lo que tiraste a la carretera?
Nada –respondió automáticamente, intentando recordar de qué era el papel.
No sería la tarjeta de felicitación, ¿no?
¡Yo no habría tirado la tarjeta! –protestó, alcanzando la mochila para rebuscar en los bolsillos–. Si me lo distéis, seguramente lo metí aquí.
Cristina se mordió el labio inferior y le dirigió una mirada nerviosa a Fernando, que la observaba por el retrovisor.
La música quedó en segundo plano, como banda sonora del viaje de verano.
Diana, cada vez más apurada, había terminado de sacar todo lo que contenía su mochila sin resultado. Empezó a murmurar por lo bajo.
Nada de histerias –advirtió Fernando–, que nos estrellamos.
Diana se giró hacia la ventanilla de atrás, como había hecho su amiga, pero hacía tiempo que había lanzado aquel papel y debía quedar muy atrás.
No lo tengo –dijo, alterada.
¿Has mirado bien? –preguntó Sofía, desde el asiento del copiloto–. Quizá se te cayese debajo del asiento.
No, no está.
¡Fernando, quita la música! –gritó Cristina.
Eh, tranquila –intervino Tomás–. Vamos a mantener la calma, ¿de acuerdo? No pasa nada.
¿Cómo que no? Habíamos pegado la tarjeta de regalo con 300 euros en la felicitación.
¿La tarjeta verde con espirales?
Esa misma.
Y Tomás soltó una carcajada.
Perfecto –bufó Cristina–. Un hombre histérico, lo que faltaba.
Tomás negó con la cabeza, muy afectado para dejar de reír. Le hizo un gesto para que tuviera paciencia y rebuscó en su bolsillo trasero. Le tendió un papel arrugado.
¡La felicitación! –clamó, exhibiéndola y comprobando que no se equivocaban.
Diana se cruzó de brazos y se apoyó contra la ventana.
Diana... –la llamó Cristina–. Perdón. Creí que te la había dado a ti.
Tomás le guiñó un ojo a Sofía y le hizo unos gestos mudos. Ella asintió y encendió de nuevo el reproductor de música.
Carraspeó para aclararse la garganta y siguió la letra. Su voz grave era muy bonita, pero acentuó su pronunciación mediocre del inglés para hacerla sonreír.
Wise men say only fools rush in... but i can't help falling in love with you...
¡Qué bonito, que Tomás se declara! –gritó Sofía, sumándose a la actuación.
Tomás se echó a reír, sin perder la letra de la canción.
Falling in love... –cantó, haciéndole una señal a Diana.
With you –terminó ella.
Dejó que Tomás la abrazara con dramatismo y le besase en la mejilla. Luego miró a Cristina y le tendió la mano, para que también ella participase de aquella explosión de alegría.
Fernando pitó con fuerza: Pablo los saludaba desde la entrada de la casa. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta y el torso tostado por las horas de sol.

lunes, 4 de junio de 2012

Niña cenicienta


Ya no hacía falta irse muy lejos. Como un pulpo gigante, la pobreza llamaba a todas las puertas. Se fortalecía cada noche, cuando se apagaba el crepúsculo y los vecinos regresaban del trabajo y de la ciudad, donde intentaban conseguir empleo. Entonces, Miriam oía los lamentos que se filtraban por las paredes, las ventanas e incluso las puertas. Su pueblo se convertía en cuna de pesadillas y desgracias, porque cada vez había más parados, más sueldos mínimos, más hambre, más llanto, más impotencia.
Y acabaría por reventar. Estaba segura de que aquella burbuja de dolor se quebraría en algún momento. Lo decían sus padres cuando escuchaban la radio en la cocina, y la vecina que dormitaba al sol bajo la ventana de su dormitorio, también lo comentaban los profesores en la escuela y su primo Rafa, que era economista.
En el bar, la televisión relataba el desgaste del sistema económico, mientras que los políticos pedían paciencia. Miriam había acompañado una vez a su primo después del almuerzo y el bombardeo de insultos que los clientes dirigían al televisor fue tal que rompió a llorar. Hasta entonces, ella sólo había sentido el frío de la tensión, pero ahora también conocía la violencia del dolor.
Al llegar a casa se subió al regazo de su padre, alterada por la impresión de ver a tantos hombres gritando.
–Papá, ¿por qué dicen cosas tan feas los hombres del bar? –preguntó, jugueteando nerviosa con su corbata.
Él levantó la vista hacia Rafa y se apresuró en calmar a la niña.
–Están enfadados –contestó, consciente de que no podía mantenerla del todo ajena–. Nadie se preocupa por ellos, aunque haya quien asegura que sí.
–Pero son grandes. Marcos trabaja en el campo y es fuerte, y Pedro es quien hace las casas.
–Todos necesitamos que nos cuiden, Miriam, hasta los que parecen invencibles.
–¿Por eso llora mamá?
Su padre la apartó para mirarla a los ojos. No quería hablar más de la cuenta, porque era seguro que la convertiría en una niña cenicienta, como la hija del mecánico, que pasaba los días sentada en un escalón con la mirada triste y el ánimo caído.
–¿Quieres que te lleve al parque? –preguntó–. Si te apetece, podemos pasar a recoger a Carmen.
Miriam asintió pegada de nuevo a su hombro. Hacía tiempo que no salía a jugar con su mejor amiga al parque. ¡Y acompañada por su padre! Era una oportunidad exquisita para pintar el gris que ahogaba a su pueblo, aunque ella misma se sentía pesada y enferma.
–Se está contagiando –escuchó que decía su padre a Rafa antes de coger las llaves y la gorra–. No vuelvas a llevarla a donde los demás. Ella es una niña... y está sufriendo por todo lo que ve.

viernes, 4 de mayo de 2012

A partir de la fila de atrás


Nunca os sentéis en las filas de atrás. Al menos no lo hagáis si os sabéis bien una asignatura y queréis optar a la mejor nota. Vaya mi suerte de hoy.
Perdonad que no escriba una historia, no me parecía justo. Quizá os resulte estúpido leer esto, pero tal vez algún día os suceda algo parecido y os acordéis... y quién sabe, igual decidís mirar el mundo con otros ojos. No quiero hablar de exámenes, ni volver a enfadarme con el desconocido que se sentó a mi lado y estuvo todo el examen copiando, pero sí de lo que vino detrás.
Había ido con la mejor de las intenciones al aula. Iba decidida a aproximarme a la mejor nota posible, porque había estudiado a fondo la asignatura y le había puesto ganas e ilusión. Después de todo, era el primer examen, y según eso se predice cuál será la suerte en el resto. -Espero andar por mejor camino-. Claro que no contaba con que de compañero, con tan solo un asiento de distancia, me tocase un chuletero que apenas contestó una palabra que no hubiese puesto previamente por escrito. A mí todo me fue bien, hasta que sacó la primera hoja arrugada de su bolsillo y se puso a hablar con el de delante y el de su derecha. ¡Pues oye, estupendo, me concentré muchísimo!
Como adivináis, salí muy enfadada. Se habían estrellado todas mis expectativas. Lloré de rabia -aunque os parezca ridículo- y me senté lejos del bullicio hasta que me tranquilicé. Cuando esperáis tanto, es muy dura la caída. Nada de la sonrisa triunfal con la que esperaba salir, nada de la sensación orgullosa de haber terminado el primer examen, nada de la satisfacción después de tantas horas de estudio, nada de nada. A veces ocurre así.
Por suerte, tengo unos amigos estupendos y una madre magistral que me desbloquearon. Deseché mis intenciones de encerrarme en la habitación para estudiar el siguiente examen y eché a caminar. Mis pasos me plantaron frente a una cafetería. No podía ser de otro modo, la palmera de chocolate tiene un efecto mágico. Así que, como hacía tanto que no compraba una y necesitaba animarme, entré. Allí comenzó la aventura.
Evité los ruidos y me deslicé hasta el borde de la civilización. Acabé donde el asfalto muere por la vegetación, donde se silencian los motores de los vehículos y se detienen las prisas. Quizá a partir de aquí os apetezca dejar de leer, lo cual también os aconsejo si consideráis que la Naturaleza es una cursilada de poetas.
Crucé hacia un camino de tierra y me detuve. Sin edificios, sin coches, sin prisas, sin problemas, sin trampas. Estaba en el mirador de la cuenca, en un punto donde cualquier fotografía sería bella. Lo más fascinante era el cielo. Me habría encantado que hubiera sido un día soleado, como prometían los partes meteorológicos desde hacia dos semanas, pero las nubes lo cubrían de contrastes. Desde las montañas, moradas por el atardecer, nacía una línea algodonada de ellas, parecían nata de las fresas. Sobre estas, el cielo celeste se fundía con un gris que parecía no tener principio y, más allá, despuntaban algunas nubes solitarias y oscuras. Era la paleta del artista del tiempo.
Llegué, incluso, a un lugar donde crece la hierba alta y las florecillas blancas la perlan como adornos. Allí me gustan las estaciones. Ninguno de los días que escojo aquel camino es parecido.
Y así regresé a casa. Me desvié hacia un parque para escuchar risas y zigzaguear entre los árboles antes de acabarme el dulce. Entonces encontré una escena muy tierna, que me hizo olvidar por completo cuanto me preocupaba. En un banco se había detenido un padre con sus dos hijos pequeños, no alcanzarían los dos años, y los había sentado hacia el jardín de la casa que había detrás. Habían aparcado sus bicicletas minúsculas y, emocionados, como si no hubiese nada más interesante, señalaban al jardinero que cortaba el césped. El padre les revolvía los ricitos castaños y les hablaba al oído, sujetándolos para que no se resbalasen.
Qué de historias había en aquel parque, en esta ciudad, en tantos lugares. ¿Y yo molesta por un examen? Nunca me había hecho tanto bien un paseo con mi palmera de chocolate.